| En junio del año pasado, el 53,4% de los irlandeses votó en contra del Tratado de Lisboa, frustrando así las aspiraciones de los deseosos de dotar cuanto antes a la Unión Europea de algo muy parecido a una constitución, pero en lugar de darse por vencidos los "eurócratas" les pidieron repetir el referéndum. Pues bien, luego de reflexionar, hace algunos días los irlandeses optaron por apoyar al Tratado por una mayoría muy amplia: el 67,13% votó por el "sí" y un 32,87% por el "no". De acuerdo común, en esta ocasión ganó el miedo, ya que el "Tigre celta", un país pequeño que depende mucho de las inversiones extranjeras, de las vicisitudes del sector financiero y de las exportaciones, está entre los más golpeados por la crisis mundial que estalló tres meses después del referéndum inicial. Puede que estar en la zona del euro haya perjudicado a Irlanda al privarla de la posibilidad de atenuar el impacto de la convulsión internacional devaluando su moneda, como han hecho sus vecinos británicos, pero la sensación de que en un mundo turbulento conviene formar parte de una unidad grande resultó ser más convincente que los argumentos de quienes se preocupan por el "déficit democrático" de un superestado embrionario en el que es escasa la influencia de los países más chicos. Para los comprometidos con la UE, el resultado del referéndum irlandés fue motivo de júbilo: prevén que Polonia pronto apruebe el Tratado y que más tarde también lo haga la República Checa, a pesar del euroescepticismo notorio del presidente Vaclav Klaus, de este modo completando el proceso de ratificación por parte de los gobiernos de los 27 miembros del bloque, aunque podrían surgir nuevas dificultades si vuelven al poder los conservadores británicos ya que su líder, David Cameron, ha prometido brindarles a sus compatriotas una oportunidad para votar sobre el asunto. Si bien en el Reino Unido la opinión pública se opone mayoritariamente a la integración cada vez más estrecha de los países de la UE, el clima así supuesto podría cambiar al debilitarse la tradicional "relación especial" con Estados Unidos e intensificarse el temor de que los franceses y alemanes elijan tratar a su país como un estado asociado, no como un miembro pleno, marginándolo del grupo limitado que toma las decisiones más importantes. Según se informa, el presidente galo Nicolas Sarkozy y la canciller alemana Angela Merkel se sienten hartos del euroescepticismo de los isleños que están más interesados en aprovechar los beneficios económicos de lo que comenzó siendo un mero mercado común, que en sumarse a un proyecto geopolítico ambicioso que no estarían en condiciones de manejar. La UE fue creada con el propósito de imposibilitar una reedición de las catastróficas "guerras civiles" europeas que en la primera mitad del siglo pasado costaron decenas de millones de vidas y redujeron drásticamente el poder y el prestigio de una región que antes de 1914 tuvo motivos de sobra para suponerse el centro de la civilización hegemónica. En tal sentido la UE ha sido un éxito espectacular, pero esto no quiere decir que los europeos no tengan por qué preocuparse. En la actualidad, los pueblos del viejo continente se ven frente a una crisis demográfica alarmante, puesto que la tasa de natalidad está muy por debajo del nivel necesario para impedir el despoblamiento. Asimismo, la inmigración masiva desde países tercermundistas de gente a veces hostil a los valores considerados intrínsecamente europeos, lo difícil que es continuar compitiendo con gigantes asiáticos como China y la India, más la conciencia de que no podría confiar indefinidamente en que Estados Unidos se encargara de la defensa de Europa contra sus enemigos externos, plantean un panorama inquietante. La "solución" preferida por la mayoría de los dirigentes europeos consiste en transformar una región históricamente fragmentada en una confederación que, esperan, pueda desempeñar un papel tan protagónico en el mundo como Estados Unidos actualmente y, en las décadas próximas, China, pero debería serles evidente que de por sí las reformas institucionales no servirán para mucho a menos que los pueblos de Europa acepten que, bien que mal, les será necesario cerrar filas para enfrentar exitosamente los desafíos enormes tanto internos como externos que les aguardan. | |