¿Un menor, un adolescente que los fines de semana consume alcohol hasta el desvarío, es un alcohólico? Prevengo al lector/a que no encontrará respuestas a esa inquietante pregunta en las líneas que siguen. El propósito de esta columna no será volver la mirada sobre los jóvenes que consumen bebidas espirituosas, y amanecen vomitando en las aceras de San Martín de los Andes, dicho esto último con intención meramente descriptiva. Tampoco será un objetivo el hacer especulaciones sobre tales conductas. Esa es tarea de especialistas que se ocupan de temas tan complejos, y de los que se hacen expertos a fuerza de sufrir en la vida lo que los otros estudian.
El interés de estos párrafos se centrará en un asunto más pedestre: el mostrador... Y se llamará "mostrador", de aquí en más, a la operación de vender bebidas alcohólicas a menores.
En San Martín de los Andes, la venta de alcohol a menores está regulada con la más contundente de las disposiciones: la prohibición. Pero ocurre que hay mostradores activos en la ciudad. Sí, a toda hora y como si se tratase de función en continuado, hay negocios que venden alcohol, en particular cerveza, sin pedir documentos a insospechados jovencitos, algunos de los cuales aún no se quitan el guardapolvo blanco.
Ahora bien. San Martín de los Andes es una ciudad que tiene complejidades morfológicas y de trama urbana, pues está asentada sobre un antiguo valle glacial y rodeada de cerros con quebrados accesos. Pero así y todo no parece tener las portentosas dimensiones del cemento que habría que recorrer, pongamos, en la ciudad de México.
Una fuente del propio municipio dijo a este a diario que los locales que venden alcohol a menores, ya sea a modo de almacenes, quioscos o boliches, son cinco o seis. Sí, cinco o seis. Incluso estando ellos distribuidos en las antípodas cardinales de la ciudad, no debería resultar difícil el control.
Pero ocurre que las cosas tienden a complicarse, porque los inspectores municipales son agredidos y necesitan, además, llevar testigos del procedimiento, que no siempre (por no decir nunca) consiguen. En ocasiones son asistidos por la policía, pero sin obligación y si lo piden, pues el estado municipal tiene legal y legítimamente constituido su poder de policía en esta materia.
Sin embargo, eso no parece intimidar a los propietarios, pues más bien son algunos de ellos los que se comportan con modos intimidatorios: hay lugares de la ciudad en los que se teme entrar.
De paso, cabe preguntarse qué tanta voluntad política hay por acompañar a esos inspectores. ¿Será cierto (como se dice en pliegues de la oposición) que a dos locales cuyos propietarios son sabidos infractores, se les renovó la licencia comercial hace algunas semanas? Sería cuando menos una rara paradoja.
Por estas horas, el Concejo Deliberante analiza endurecer las sanciones, elevar las multas, clausuras y cierres definitivos por reincidencia en la venta de alcohol a menores, pero el caso es que de poco servirá profundizar el carácter punitivo de la legislación, si el problema está en la dificultad de ejercer el control. Y no precisamente porque sea imposible dar con los infractores...
Controlar los "mostradores" no contesta la pregunta con la que abrió esta nota, pero es la mínima respuesta que el Estado debería empezar por dar.