| Siempre es peligroso repartir diplomas antes de que los candidatos hayan rendido el examen correspondiente porque no hay ninguna garantía de que logren aprobarlo, pero parecería que los dignatarios noruegos responsables de elegir al ganador del Premio Nobel de la Paz se sentían tan impresionados por la exitosa campaña electoral del presidente norteamericano Barack Obama que optaron por omitir dicho trámite. Puesto que se cerró la lista de nominados para el premio el 1 de febrero pasado, o sea cuando su gestión apenas había comenzado, es difícil encontrar otra explicación para una decisión que ha sorprendido a tirios y troyanos. Entre los más sorprendidos está el propio galardonado. Obama reaccionó ante la noticia diciendo que, "para ser honesto, no creo ser merecedor" del premio. Comparten tales dudas no sólo sus adversarios políticos, lo que es lógico, sino también muchos que lo admiran, ya que aún no ha completado su primer año en la Casa Blanca y nadie sabe todavía si sus iniciativas bien intencionadas contribuirán a pacificar un mundo turbulento o si resultarán ser contraproducentes. Por cierto, de fracasar los esfuerzos de Obama en tal sentido no sería la primera ocasión en que un presunto paladín de la paz haya decepcionado a los noruegos, ya por no tener interés en dejar de luchar contra sus enemigos, como en los casos del árabe Yasser Arafat y el vietnamita Le Duc Tho, porque un acuerdo de apariencia promisoria no tardó en deshacerse o porque, como la guatemalteca Rigoberta Menchú, habían inventado buena parte de las trayectorias conmovedoras por las que fueron galardonados. También motivó controversias amargas la decisión "políticamente correcta" de dar el premio al ex presidente norteamericano reciclado en militante ecológico Al Gore. Si bien entre los premiados hay muchas personas como el sudafricano Nelson Mandela que en opinión de la mayoría merecieron el honor, también los hay cuya inclusión sólo ha servido para desprestigiarlo. Las objeciones principales planteadas por quienes se afirman desconcertados por la decisión de laurear a Obama son dos: que es absurdamente prematura y que no conviene honrar así a un político en actividad. Lo mismo que muchos otros dirigentes, Obama consiguió generar un clima de esperanza, pero tanto en su propio país como en el resto del mundo ya son cada vez más los persuadidos de que no le será dado satisfacer las expectativas exageradas que supo estimular. Es una cosa hablar de desarme universal y de soluciones negociadas para los problemas internacionales más apremiantes, pero es otra muy distinta traducir tales aspiraciones en hechos concretos permanentes. Asimismo, aunque Obama sigue siendo una estrella en el escenario mundial, muchos sospechan que su falta de experiencia administrativa y la voluntad a todas luces excesiva de sus partidarios demócratas de aprovechar su popularidad en beneficio propio le impedirán alcanzar sus metas ambiciosas en Estados Unidos y que a la larga su política exterior tendrá consecuencias nefastas por basarse en una visión muy ingenua de la realidad internacional. Puede que cuando concluya su mandato en el 2013 o el 2017 haya logrado lo bastante como para que muy pocos le nieguen el derecho a ser considerado el hombre que más ha aportado a la paz, pero parecería que los noruegos se sentían tan impacientes que les resultó imposible esperar algunos años más. Desde el punto de vista de muchos norteamericanos, incluyendo a demócratas que se aseveran comprometidos con el "proyecto" de Obama, el Comité Nobel noruego está tratando, una vez más, de influir en la política interna de su país. Por lo tanto, es poco probable que esta nueva manifestación del entusiasmo por Obama de ciertos círculos europeos lo ayude en sus enfrentamientos con quienes critican su política exterior, que se sienten preocupados por lo que está sucediendo en Afganistán y Pakistán, que están consternados por el aumento vertiginoso del gasto público y que se oponen a su intento de reformar drásticamente el ya costosísimo sistema de salud. Antes bien, lo hará aún más vulnerable a la acusación de estar procurando convertir a Estados Unidos en una especie de socialdemocracia al estilo europeo, una aspiración que, con razón o sin ella, muchos norteamericanos creen equivaldría a resignarse a la decadencia. | |