Llama la atención observar, en distintas manifestaciones periodísticas o en reportajes a la ciudadanía en general o a determinadas personalidades, expresiones opuestas a la inmigración que continuamente se produce hacia el país, fundamentalmente desde naciones limítrofes. Se llega a afirmar que nuestra legislación en la materia es demasiado "tolerante" o flexible, así como también constituye un latiguillo sostener que los extranjeros vienen a "sacarles el trabajo" a los nacionales.
Por lo contrario, entiendo que nuestra legislación inmigratoria es injustamente restrictiva. Conozco personalmente extranjeros -latinoamericanos para más datos- que han tardado años en conseguir su radicación legal en la Argentina; aparte de los requisitos burocráticos que ni quiero imaginar, es notorio que las autoridades de aplicación comparten la idea que he referenciado al comienzo y se tiende en realidad a limitar la inmigración.
Tal criterio parece ignorar o haber echado al olvido que la República Argentina se fundó con la enfática y bella frase del Preámbulo de la Constitución de 1853, que declaró que esta sociedad y sus leyes estaban destinados "...para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino...". Por suerte, la Constitución de 1994 dejó subsistente el Preámbulo, por lo que en estricta justicia y en estricto derecho, debería reconocerse que el ordenamiento jurídico argentino, para ajustarse a la Constitución, debería ser favorable y no desfavorable a la inmigración.
Si echamos una mirada hacia atrás, no muy lejos, comprobaremos que entre los años 1880 y 1950 la Argentina recibió un masivo aporte de inmigración, mayoritariamente europea entonces, que terminó generando el dicho de que los argentinos "descienden de los barcos". Efectivamente, más de la mitad de nuestra población reconoce algún antecedente extranjero. En el marco histórico, somos pues recién llegados. Y tal parece que recién llegados que quieren cerrar la puerta para que no entren más... posición por cierto de absoluta falta de ética.
Llamativamente, la época del mayor aporte inmigratorio coincide con la de mayor desarrollo económico en el país. No era otra la idea que impulsó a Alberdi, a Sarmiento y a los demás fundadores del Estado argentino, quienes comprendieron que un país enorme y despoblado, colmado de riquezas naturales, solamente podría llegar a progresar y desarrollarse con el aporte de personas de otros países. De allí el Preámbulo y la política migratoria que con buen criterio se adoptó en la época de la Organización Nacional.
No nos engañemos: el inmenso territorio sigue despoblado, y el aporte de los migrantes podría contribuir, como entonces, a desarrollarlo y engrandecerlo, pues falta mucho por hacer y por trabajar. El presidente Perón, a poco de iniciar su breve tercer mandato, hizo expresa mención al tema afirmando que si continuáramos manteniendo sin poblar y sin trabajar nuestras enormes extensiones estaríamos geopolíticamente expuestos a que nos las arrebataran.
La tradición del país, pues, fue favorable a la entrada de todos los que quisieran venir a trabajar. Ya hemos visto que la Constitución y el mismo programa de los fundadores no dejan margen a la duda. En los párrafos anteriores he dado las razones por las cuales la inmigración nos conviene, es beneficiosa para la Nación como lo fue la de las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX.
Además de lo dicho, resulta especialmente antipático el vislumbrar, tras las opiniones limitativas de la inmigración, un fondo de etnocentrismo o xenofobia. Hay muchos que rechazan la incorporación de los inmigrantes a nuestra sociedad porque no les gustan los diferentes, y no falta el menosprecio hacia los vecinos latinoamericanos que vienen a trabajar, a quienes se identifica con adjetivos peyorativos.
Obviamente, esa óptica es pequeñísima, minúscula y torpemente egoísta; se debería tratar de erradicarla. Para los habitantes del Primer Mundo somos todos iguales y no se reconocen diferencias.
Por otra parte, ¿quiénes más aptos que nuestros vecinos para incorporarse a nuestra cultura y a la Nación? Como profesor universitario he tenido alumnos de primera o segunda generación de inmigrantes; sólo se distinguen de los otros argentinos por los apellidos -y en algunos casos ni siquiera por eso ya que abundan los matrimonios mixtos, como en el caso de los padres del presidente Kirchner-.
A mayor abundamiento, si se habla de solidaridad latinoamericana y de los grandes ideales de San Martín y Bolívar, no puede sino reconocerse que somos los mismos con los peruanos, bolivianos, chilenos, paraguayos, etcétera, y que lejos de discriminarlos tendríamos que recibirlos con los brazos abiertos (obvio, ¡los que vengan a trabajar!).
Creo que debería ser una obligación de la dirigencia nacional el reformar la legislación correspondiente para facilitar el ingreso y la radicación de inmigrantes y, a través de la educación, erradicar las torpes posturas xenofóbicas.
No sé si alguna vez volveremos a crecer y si mejoraremos la calidad de nuestra clase política, pero es absolutamente necesario que dentro del cambio se adopten políticas como las que he expuesto.
FÉLIX E. SOSA (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado