Para muchos brasileños, incluyendo al presidente Luiz Inácio Lula da Silva, el que la asamblea del Comité Olímpico Internacional haya elegido a Río de Janeiro como sede de los Juegos del 2016 sólo ha confirmado que su país ya se ha erigido en una potencia no meramente regional sino también mundial. Mientras que en otras partes del mundo predominan el pesimismo y el desconcierto, en Brasil se ha difundido un clima de euforia patriótica –de triunfalismo, según el ex presidente uruguayo Julio María Sanguinetti–, debido a la fortaleza aparente de la economía que ha sufrido menos que aquellas de los países avanzados, la popularidad personal de Lula, el descubrimiento reciente de una cantidad colosal de crudo y la convicción generalizada de que el eterno “país de mañana” ya ha comenzado a desempeñar un papel protagónico en el escenario internacional. Puede que el panorama no sea tan espléndido como quisieran hacer pensar los líderes brasileños, pero no hay duda de que la imagen exuberante que se ha creado resultó decisiva cuando se preparaban para votar los delegados de los diversos países que se habían reunido en Copenhague. De lo contrario, se hubieran sentido tan alarmados por el hecho de que Río de Janeiro fuera una de las ciudades más peligrosas del mundo, una que en este ámbito nada envidiable es comparable con Bagdad, que hubieran prestado más atención a las ventajas de Madrid o Tokio, aunque no a las de Chicago que es otra ciudad notoriamente violenta y corrupta.Reducir drásticamente el nivel alcanzado por el crimen en Río de Janeiro tendrá que ser una prioridad para las autoridades brasileñas por tratarse de la lacra más llamativa –más aún que la pobreza de las favelas– de la “cidade maravilhosa”, pero no será el único problema difícil que tendrán que enfrentar. Como los funcionarios y contribuyentes de países mucho más ricos que Brasil han descubierto, organizar los Juegos Olímpicos no es una tarea barata. En el Reino Unido, la elección de Londres como sede de los Juegos del 2012 fue festejada con júbilo, pero pronto se hicieron oír las críticas virulentas de los convencidos de que es irracional gastar miles de millones de libras por motivos de prestigio. Conforme a los optimistas, a la larga los Juegos suelen resultar ser un negocio redondo, pero sucede que las autoridades de la ciudad canadiense de Montreal necesitaron 30 años para saldar la deuda por la construcción del Parque Olímpico que se usó para los de 1976. La competencia entre las ciudades –mejor dicho, los países– que aspiran a organizar los Juegos Olímpicos siempre ha sido muy intensa. Por cierto, la que acaba de terminar lo fue. Todos los involucrados tomaban muy en serio el simbolismo de la elección final, razón por la que invirtieron tanto dinero y esfuerzo diplomático en tratar de conseguir el apoyo de los miembros del Comité Olímpico Internacional. En Copenhague, el presidente norteamericano Barack Obama, Lula, el presidente del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero y el primer ministro japonés Yukio Hatoyama estaban presentes a la hora de la votación, lo que dio pie a un torneo retórico en que, para sorpresa de muchos, Lula derrotó claramente a Obama. Para el mandatario norteamericano, la eliminación de Chicago en la primera vuelta fue un golpe muy doloroso, ya que mostró que a pesar de su popularidad internacional y sus dotes oratorias su influencia real no es tan grande como suponían él mismo y sus muchos admiradores. No bien su difundió la noticia del fracaso de la candidatura de Chicago, comentaristas norteamericanos habitualmente favorables a Obama se pusieron a sacar conclusiones negativas de lo ocurrido, opinando que en verdad sus discursos idealistas no han servido para mucho y que le hubiera convenido dejar que otros se encargaran de intentar vender los atractivos de su ciudad adoptiva a extranjeros escépticos ya que, al fin y al cabo, tenía preocupaciones mucho más importantes. Así, pues, mientras que el desenlace de la lucha por organizar los Juegos del 2016 ha hecho brillar todavía más la estrella de Lula, opacó la de Obama, de este modo incidiendo en la política interna y externa de la superpotencia. Mal que bien, parecería que hoy en día los Juegos Olímpicos tienen más que ver con la política internacional que con el deporte. |