Como suele ser el caso, la presentación en sociedad de una nueva elite internacional, la conformada por el "Grupo de los 20", ha complacido a los integrantes, entre ellos la Argentina, y molestado sumamente a los excluidos, en especial los que pueden señalar que su propio peso económico es superior a aquel de algunos miembros. Tal actitud puede entenderse, pero sería muy difícil expulsar a un país del G20, mientras que ampliarlo sólo serviría para reducir su valor simbólico, razón por la que es de suponer que se mantendrá como está por cierto tiempo. Sea como fuere, la agrupación, cuyo impulsor más decidido ha sido el primer ministro británico George Brown, cuenta con el apoyo de Estados Unidos y, desde luego, China, la India y Brasil, que la ven reemplazando al G7 dominado por los occidentales como una especie de junta directiva de la economía mundial. Con todo, si bien parece realista que los gobiernos de países con economías tan importantes como las de China y la India formen parte de la elite, sorprendería que el G20 desempeñara con éxito el papel que le ha sido adjudicado. A diferencia del G7 -al que se agregó Rusia por motivos más geopolíticos que económicos-, los miembros de la nueva agrupación no comparten las mismas ideas sobre cómo debería funcionar la economía internacional, de suerte que no sorprendería del todo que pronto degenerara en un foro para debates rencorosos entre los subdesarrollados, en especial los gobernados por políticos comprometidos con teorías heterodoxas por un lado y los defensores del capitalismo liberal por el otro. Asimismo, los intereses de países como Turquía, Brasil y la Argentina no siempre coinciden con los de China, y mucho menos con los de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón. Aun cuando todos estén a favor de una mayor prosperidad, discrepan en cuanto a la mejor forma de lograrla.

El fortalecimiento reciente del G20, que vio la luz en 1999 pero en los años siguientes no disfrutó de mucho prestigio, fue facilitado por la implosión financiera que hace poco más de un año provocó pánico en todos los mercados del mundo. De no haber sido por el choque así ocasionado, a pocos se les hubiera ocurrido atribuirle un rol clave. Si bien los gobiernos occidentales entendían que la expansión fenomenal de la economía china y el progreso notable de la India habían modificado tanto el panorama internacional que era necesario desarrollar instituciones que reflejaran la nueva realidad, hubieran preferido seleccionar a los integrantes de la agrupación resultante según criterios objetivos. Sin embargo, abrumados por la crisis, los líderes de los países avanzados se sintieron obligados a obrar con tanto apuro que echaron mano a una asociación ya existente, una que, felizmente para nosotros, se formó antes de que nuestro país se declarara en default.

Aunque la presidenta Cristina Fernández de Kirchner aprovechó su estadía en Nueva York y Pittsburgh para culpar a los países capitalistas más ricos por la crisis, también lo hicieron muchos otros, de suerte que la actitud acusadora así supuesta no desentonó demasiado. Sea como fuere, es de esperar que tanto ella como sus eventuales sucesores no sobreactúen en las futuras reuniones del G20 ya que hay muchos que cuestionan nuestra pertenencia a la elite económica mundial. Por lo demás, de recuperarse con rapidez los países más avanzados de la caída desatada por una crisis financiera que no tardó en trasladarse a la "economía real", los dirigentes norteamericanos, europeos y japoneses podrían llegar a la conclusión de que fue un error intentar reemplazar al club exclusivo del G7 por el G20 y que sería más sensato pensar en una agrupación mucho más limitada, aunque no tanto como la prevista por los atraídos por la idea de un "G2" conformado por Estados Unidos y China. Puesto que es de nuestro interés que un club creado en 1999 siga cumpliendo un papel clave en el escenario internacional por muchos años más, es de esperar que nuestros representantes sepan resistirse a la tentación de usarlo como un foro en el que puedan denunciar con furia las injusticias planetarias, ya que en tal caso ayudarían a que las muchas diferencias económicas, políticas e ideológicas que dividen a los gobiernos de los países que lo integran terminen destruyéndolo.