Si deseamos de verdad recuperar nuestras instituciones, quién sabe si no debería comenzarse todo debate legislativo con una discusión previa acerca de la constitucionalidad. Tal vez, incluso, esa cuestión previa debería estar rodeada de un ritualismo que recuerde a la elite política y judicial que tenemos una Constitución, que esa Constitución dice algo y que ese algo es rígidamente obligatorio para el poder.
Esta reflexión viene a cuento debido a la casi completa ausencia de reflexión sobre la constitucionalidad de la ley de radiodifusión, pronta a ser aprobada, ya que no debatida, por diputados. Resulta incomprensible semejante olvido, o desprecio, por la mirada jurídica, que se supone previa y por encima de la política o ideológica.
De esa ausencia no es únicamente responsable el oficialismo: el grueso de oposición política es completamente cómplice. Su constante y patética apelación al consenso debe ser leída como expresión de compartido desprecio. En el fondo están diciendo: "No hay mayor problema en violar la Constitución, pero no se corten solos, hagámoslo de común acuerdo".
Pero si se elevara la mirada por sobre el oscuro ámbito de los arreglos, las trenzas, los toma y daca y los negocios, se vería sin sombra de duda la grosera violación a la Constitución que se está perpetrando. La ley agravia por lo menos dos disposiciones constitucionales. Una de esas disposiciones es tan explícita, tan clara y categórica que espanta la desfachatez con que se avanza. El otro agravio requiere algo de interpretación, aunque no demasiada para quien lea la Constitución como debe ser leída, a favor de los derechos y no en beneficio del poder.
La primera disposición, la que no ofrece duda alguna, es la del artículo 32. Allí se prohíbe de manera categórica y explícita al Estado nacional legislar en materia de prensa. Por este artículo, toda legislación que pretenda regular un medio de prensa es incurablemente nula, pues esa materia ha sido explícitamente puesta fuera del alcance, por al artículo 32, del largo brazo del Estado nacional.
Según nuestro régimen federal, forma parte de las facultades propias y no delegadas, ni delegables, por los Estados provinciales, de modo que simplemente no son asuntos sobre los que el Estado nacional pueda entrometerse sin incurrir en violación constitucional.
Pero la importancia del artículo 32 es aún mayor, lo que hace más flagrante la violación. Es una disposición, superflua, que no tendría demasiada razón de ser. En efecto, según la organización federal de nuestro Estado, toda materia que no se encuentre en la taxativa y explícitamente cedida a la Nación es facultad reservada por las provincias respecto a la cual la Nación no puede legislar sin violar por ello la Constitución. La materia prensa no se encuentra, naturalmente, entre los poderes cedidos por las provincias, de modo que hubiera bastado con la aplicación de la regla de que los poderes residuales son de los Estados provinciales y, por ello, materia indefectiblemente prohibida a la Nación.
Pero tal vez previendo las ínfulas cesaristas de los políticos y las flexibilidades interpretativas de nuestros jueces, el constituyente reforzó la prohibición general de entrometerse en materias correspondientes a las provincias, con una disposición que prohíbe muy especialmente toda intervención cuando esté en juego la libertad de expresión.
La otra cuestión constitucional, ya relativa al contenido de la ley, es si tal regulación no avasalla derechos protegidos constitucionalmente, en especial la libertad de empresa, la libertad en general y muy en particular, pues sus garantías también son especiales, la libertad de expresión. Tan habituados estamos a las regulaciones estatales, originadas sobre todo en los autoritarismos militares, que ya no nos preguntamos si el Estado (con independencia de éste o aquel gobierno) tiene el derecho de decidir discrecionalmente quién puede poner una radio y quién no. Y por si esto fuera poco, conservando la facultad adicional de revisar los permisos concedidos.
La cuestión es entonces responder a la pregunta de por qué razón debo pedir permiso al Estado para poner una radio, y el Estado se reserva el derecho de concederlo o negarlo y aun de revisarlo luego de concedido. Es más que obvio que hay aquí una restricción al "derecho a dedicarse a industria lícita" y un inocultable condicionamiento al ejercicio de la libertad de expresión.
Y no sirve la abstracta, y por eso tramposa, excusa de que todos los derechos se ejercen de acuerdo a reglamentaciones. No se trata de si el Estado tiene o no derecho de reglamentar sino de cuál reglamentación está intentando imponer. El poder reglamentario tiene el límite de los derechos, no los derechos el límite de la regulación.
Tal vez sabedor de lo que la dirigencia argentina iba a hacer con la Constitución y sus derechos, Alberdi advirtió "no basta con que la Constitución contenga todas las libertades y garantías conocidas. Es necesario que contenga declaraciones formales de que no se dará ley que, con el pretexto de organizar y reglamentar el ejercicio de esas libertades, las anule y falsee con disposiciones reglamentarias".
En definitiva, sea por agravio al federalismo o a las libertades fundamentales de las personas, esta ley se carga con dos de los tres pilares básicos de la Constitución. Quedó a salvo la división de los poderes, si se puede salvar vista la obsecuencia sistemática de los legisladores con el Ejecutivo de turno.
RICARDO GAMBA (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado. Docente de
Derecho en la UNC