El título de esta nota no es provocativo por casualidad. Une la idea del agua potable más pura que pueda existir con los desperdicios de una civilización que no deja de ensuciar su propio nido. Y, como esperamos mostrar, esa pretendida pureza contribuye paradójicamente a aumentar la suciedad general en una proporción no menor, además de desperdiciar recursos no renovables.
Aun sin los millones de botellas vacías, la basura representa uno de los más graves problemas en el mundo entero. No nos damos cuenta -o sí, si nos toca vivir junto a un basural- pero por razones estéticas alimentamos una de las grandes fuentes de contaminación del planeta.
En los últimos años se ha impuesto totalmente la costumbre de no beber más agua de la canilla. Salvo, claro, en aquellos barrios pobres en los cuales no hay canillas o hay una para miles de habitantes y vaya uno a saber de qué calidad. El que, en un restaurante, pide "un simple vaso de agua" es mirado como un bicho raro: casi nadie se anima a no pedir una botella de agua mineral. ¿Con gas o sin gas? Ésa es la libertad que nos queda. En las oficinas y muchos otros lugares públicos, la botellita es reemplazada por un bidón y todo un aparato pero, igualmente, ya nadie toma agua corriente aunque su calidad sea impecable.
No hay estudios cuantitativos del impacto de esta imposición del agua embotellada en la Argentina pero sí los hay sobre el consumo de agua embotellada en Estados Unidos, de donde nuestra costumbre probablemente fue importada -como tantas otras superficialidades más-. A los estadounidenses les gustan las estadísticas, y los datos que mencionamos a continuación corresponden a Estados Unidos del 2004. Nadie puede dudar de la calidad del agua corriente en la primera potencia del mundo -aunque allí también hay zonas pauperizadas en las grandes ciudades. No es posible extrapolar estos datos directamente a nuestra población- que es unas ocho veces menor que la de Estados Unidos- porque las condiciones sociales son demasiado diferentes. Pero igual vale la pena mencionar algunos datos.
El agua embotellada cuesta al consumidor 1.900 veces más que el agua corriente. A cambio de este fabuloso negocio (para los fabricantes y vendedores) el agua "mineral" se expende en botellas de plástico, a cambio de lo cual no tiene el gusto a cloro que molesta, aunque podría evitarse en el agua corriente. Eso, en cuanto a la calidad del agua.
Pero cada botella de plástico es "descartable": esto significa miles de millones de botellas que se incorporan al ya inmanejable problema de la basura urbana. En el 2004, en Estados Unidos se vendieron y se tiraron a la basura 28.000 millones de botellas de plástico, de las cuales sólo el 14% fue reciclado de alguna manera. Como las botellas vacías no se suelen aplastar, esto equivale a 50 millones de metros cúbicos de basura. Para fabricar esas botellas se consumieron 17 millones de barriles de petróleo, del que se hubiese podido obtener el combustible para 100.000 automóviles para todo ese año. Algunos cálculos que van más allá de Estados Unidos indican que con el costo del agua "mineral" consumida ese año en ese país se hubiese podido resolver el problema de los miles de millones de seres humanos que carecen totalmente de acceso a agua potable de cualquier calidad. Aun del agua con arsénico o uranio que abunda naturalmente en la campiña chaqueña o pampeana cuyos habitantes, en su mayoría, la consumen igual.
Si quisiéramos ser aún más fastidiosos, podríamos agregar al agua "mineral" las docenas de tipos de "gaseosas", que ya forman parte indisoluble de la cultura infantil y que son agua endulzada con azúcar o -en su variedad "light"- con dudosos edulcorantes y saborizantes varios de los que desde hace décadas se sabe que son nocivos para los dientes y la alimentación de los niños que las consumen a hectolitros -y también en botellas descartables-. Sólo la cerveza -cuando no se expende en latitas fácilmente reciclables- aún usa botellas de vidrio -y las cobra bastante caras-.
Entre los productos ofrecidos en las ubérrimas "góndolas" de los súper e hipermercados que han ocupado el lugar de los viejos almacenes de barrio debe haber un porcentaje no desdeñable de basura -y no quiero decir que los productos lo sean, pero sí que el "packaging" (¿por qué no se podrá decir "embalaje"?), que debe hacerlos atractivos a los ojos, contiene muchas más capas plásticas y embalajes de las necesarias para atraer la atención- con independencia de la calidad del producto -más basura y desperdicio de papeles y cartones-.
La desaparición de los viejos mercados y almacenes, en los que existía aún una relación personal entre vendedor y cliente, era inevitable. El crecimiento de las ciudades creó nuevos problemas de abastecimiento que cambiaron totalmente los sistemas de distribución, que quedó centralizada en las grandes cadenas de súper o hipermercados -casi todos de propietarios extranjeros-. Por los tiempos de acceso al mercado ahora se requiere el añadido de conservantes y "mejoradores" cuya naturaleza desconocemos por completo y de los que debemos confiar en que no sean dañinos. Otra consecuencia del esquema de distribución es el tratamiento al que deben ser sometidas las frutas: lamentablemente mejora su aspecto y empeora su sabor, lo que llega al nivel de estafa.
Volvamos a la basura. Los basurales están asfixiando a las grandes ciudades del mundo entero. En Buenos Aires y el conurbano viven más de doce millones de personas que producen cada día unas 13.000 toneladas de basura y ya nadie sabe qué hacer con ella. Hay tres rellenos sanitarios que desbordan y han perdido toda pretensión de higiene: los vecinos exigen en voz cada vez más audible que se los cierre -así como a los centenares de basurales clandestinos a cielo abierto, que se forman "solos" cuando la gente comienza a arrojar basura en los baldíos-. Los vecinos protestan, pero las municipalidades no pueden hacer otra cosa que trasladar la basura de un lado a otro, porque los ejidos rurales -cada vez más alejados de las ciudades pero que pronto serán alcanzados por el caótico crecimiento de éstas- tampoco quieren que sus campos aún relativamente vírgenes sean cubiertos de basura en pocos años.
Este fenómeno es mundial, porque vivimos en un sistema que genera basura en la medida en que malgasta recursos naturales para aumentar las ventas. Así, el problema se va agravando, cuantitativamente y también por la aparición de nuevos tipos de basura, como las computadoras y otros componentes informáticos que han cumplido su ciclo de vida o alcanzado su obsolescencia -la que muchas veces es cuidadosamente planificada-. Los autos también terminan siendo basura, aunque en la Argentina muchos cascajos aún circulan por las calles lanzando densas nubes de humo. Con las pilas eléctricas gastadas se hacen campañas de concientización, pero después tampoco se sabe qué hacer con ellas y terminan junto a la basura común. Y de los residuos patógenos es mejor ni hablar? Ya hasta el espacio exterior se está llenando de basura cósmica que amenaza los instrumentos que allí cumplen funciones invalorables o perjudiciales como la amenaza militar de la que poco se sabe.
En los países más adelantados la basura por lo menos se clasifica según los diferentes materiales. Pero entre nosotros la indisciplina y la irresponsabilidad no llegan siquiera a imponer ese nivel elemental. Si se separan metales, vidrios, basura orgánica y papeles y cartones se aumentan las posibilidades de reciclado. Pero entre nosotros parece impensable que en cada edificio de departamentos haya varios tachos para los diferentes tipos de basura -y que la gente los use como es debido-. La reacción típica es: "Esto es tarea del gobierno". Después, habría que ver quién recicla todo lo reciclable, pero por lo menos se aligeraría el trabajo de los cartoneros.
No sólo las ciudades producen basura. No tenemos mucha idea, por ejemplo, del alcance que ha tomado la contaminación de los mares. No sólo el Riachuelo es una cloaca: también ya lo son los océanos, y casi no se captura un pescado que no tenga algún pedazo de plástico en sus entrañas o cuya carne esté contaminada con metales pesados. En ciertas zonas (el Golfo de México es el ejemplo más conocido) no hay ningún habitante del mar o de sus orillas que no esté contaminado con mercurio. La contaminación con metales pesados ha llegado hasta los hielos de la Antártida.
Nos hemos dejado llevar del agua mineral a la contaminación de toda la Tierra. Es un recorrido lógico -porque, paradójicamente, nuestro estilo de vida es incompatible con la subsistencia de la vida en el mediano plazo-. ¿Pesimismo? Dicen que un pesimista es un optimista que tiene más información -o uno que no cierra los ojos ante las evidencias-.
(*) Químico y tecnólogo generalista