La densa polvareda que sigue a la camioneta no impide la vista de los secos y espinosos árboles que bordean el camino hacia el río Pilcomayo. La ruta 9 quedó atrás hace varios minutos y estamos internándonos en pleno chaco, territorio de los weenhayek, una comunidad aborigen que mantiene su tradición pero pretende integrarse a las actividades económicas del sur boliviano.
Hemos llegado hasta allí junto a Ronald, un guía turístico de 25 años que contratamos por intermedio de la comuna, y Chelo, el chofer de la pick up que proveyó la Municipalidad de Yacuiba para el largo viaje.
El ingeniero Edwin Alemán Paca, de la Unidad de Comercialización y Turismo del municipio, recomendó la travesía ante nuestra insistencia en conocer sitios exóticos, culturas diferentes, alejadas de la calidez urbana de la pintoresca ciudad cercana a la frontera argentina.
Estuvimos ya, a lo largo del recorrido, en varios pequeños poblados habitados por los weenhayek. Palmar Grande -situado junto a la Ruta 9, unos 50 kilómetros al norte de Yacuiba-, Capirendita y Tres Pozos -en el camino al río y a 10 kilómetros de la frontera- fueron algunas de las escalas previas. (Ver infografía) En ellas conocimos características ancestrales de este pueblo de luchadores, cazadores, pescadores y artesanos, que residen dispersos en el Gran Chaco y cuya presencia se extiende aun en territorio argentino, también a orillas del río Pilcomayo. En nuestro país son los llamados "matacos", pero aquí reniegan de esa calificación, usada peyorativamente.
La larga huella dibujada entre el monte serpentea hacia el norte en busca del río que hace posible la principal labor de los weenhayek: la pesca. Práctica que durante siglos llevaron adelante para su abastecimiento colectivo y que ahora se transformó en sustento económico, en método de subsistencia y en aliento de esperanzas de algún mínimo progreso en sus duras condiciones de vida.
Antes fueron nómades, levantaban sus campamentos y partían en busca de alimento, de mejor pesca o de lugares más recomendables para su existencia. Ahora, en cambio, parte de la familia resiste en pequeñas viviendas entre el monte, mientras el resto se instala junto al río donde extraen sábalos, surubíes, dorados y algunas pirañas desde abril a septiembre. Luego, el caluroso verano, con temperaturas de más de 50 grados, y la veda reproductiva que se impone oficialmente, obligarán al descanso, a la permanencia constante bajo la sombra de los árboles, a la espera de un tiempo más generoso.
Las ventas de pescado les han permitido adquirir a algunos de ellos, antiguos vehículos y ciclomotores nuevos, con los que recorren los senderos hacia las ciudades cercanas.
Palmar Grande
En Palmar Grande conocimos la producción de canastas y muebles con hojas de palmeras. La comunidad aborigen, que en esta zona integran además de los weenhayek, los guaraníes, tapietés y otros, ya eligió a su representante para el próximo Congreso de la nueva República Plurinacional de Bolivia. Pero su integración social en otros aspectos sigue siendo mínima y su calidad de vida está lejos de lo esperable. Todos admiten que desde que está Evo Morales en la presidencia la cosas para los indígenas marchan mejor. Pero el camino es largo para que la inserción y el mejoramiento de sus condiciones de vida sean efectivamente una reivindicación de los derechos, que como descendientes de los primeros habitantes del territorio, como ciudadanos de Bolivia, les corresponden.
Las hilanderas del calor
Un sábalo se fríe en grasa extraída del propio pescado. Estamos en Capirendita, un poblado cercano al río Pilcomayo en el que las viviendas ya no son las chozas de otros tiempos, pero siguen siendo precarias, con letrinas recientemente construidas por el gobierno del departamento del Gran Chaco. Una escuela levantada allí por una docena de obreros, un tanque de agua y otras obras pretenden mejorar la vida de los aborígenes.
En ese sitio residen las mujeres y los niños mientras los hombres pescan a varios kilómetros. La tarea principal son las artesanías. El municipio de Yacuiba intentó ayudar a los lugareños mediante talleres de hilado y producción de fibras dictados por las propias mujeres autóctonas.
Doña María y la abuela Celia son dos de ellas. La primera nos explica la técnica de hilar fibras de caraguatá. "Se cortan las hojas, se machucan, se dejan secar y se hila", cuenta con sus pocas palabras, como si fuera sencilla la actividad de transformar en una suerte de lana las láminas de esas plantas parecidas al áloe vera.
Sobre su pierna extiende los hilos y los transforma. Luego, con resinas vegetales se tiñen de colores y se forman la madejas para el tejido en telar. "Siempre son tres colores", nos relata Ronald, quien también colaboró con la organización de los talleres.
"Tienen que volver -le reclama Doña María-; las mujeres están esperando". Es que la Municipalidad asistió durante algún tiempo con el transporte de las hojas, que por su peso y sus espinas son difíciles de trasladar a lo largo de los kilómetros que separan el sitio donde se colectan, del poblado Capirendita.
"Ya nadie quiere ir a buscarlas", se justifica María. La paga por cada artesanía -que pueden ser bolsos, carteras, billeteras y hasta prendas de vestir- es exigua en comparación con el esfuerzo que demanda su producción. "¿Te parece que la gente quiera pagar 10 ó 20 bolivianos por estas cosas?", me pregunta Ronald. Un valor insignificante para un trabajo de más de dos semanas y gran dedicación. La abuela Celia tiene 78 años y apenas habla español. Se comunica con sus nietas en weenhayek y con nosotros con pocas palabras. Así muestra cómo teje en el telar. Sus ojos se pierden cuando fija la mirada en los diminutos nudos del tejido. No puedo dejar de pensar en las ancianas mapuches de Somuncura. Recuerdo los husos para la lana de oveja y para el pelo de guanaco, sus telares y sus matras.
Ese rostro weenhayek me transporta a mi provincia. Me devuelve en un instante a otra postergación, y al frío. Del calor boliviano a la nieve de la Línea Sur. Más de tres mil kilómetros en una mirada, en un segundo, en el que todo parece estar tan lejos, pero también tan cerca.
El "dueño" de la pesca
Nos explican que el río está dividido en parcelas, que cada una tiene un concesionario que se apropia del pescado pagándole a cada aborigen por su extracción diaria. Por eso Martín, el capitán o líder de la comunidad, nos presenta a Horacio como "el dueño de la pesca". De pocas palabras, Horacio también es de origen weenhayek, pero parece haber dejado atrás su cultura de subsistencia y hoy piensa en términos económicos.
Se niega a hablar demasiado y cuesta sacarle que los sábalos son vendidos en Villa Montes -donde hay un monumento a ese pescado en una plaza- y en Yacuiba, la ciudad desde la que llegamos. Proveen a restaurantes y pescaderías y le pagan a cambio al pescador cuatro "bolivianos" por unidad, que equivalen aproximadamente a 2,10 ó 2,60 pesos nuestros, según dónde se los cambie. Desde las chalanas vuelan hacia el río las redes "polleras" que ellos mismos tejen. Muchas veces los lances son fallidos y sólo cada tanto un sábalo sale enredado en el mallero.
Así pasan las horas bajo el sol fuerte del Chaco boliviano. Afuera, bajo una improvisada sombrilla, aguardan Horacio y su grupo haciendo cuentas. Las ancianas y otra parte de la familia de los pescadores cocinan los sábalos a las brasas o descansan en el campamento. Los niños siguen en el agua y algunos curiosos miran desde el puente.
"Viven el hoy, sin sueños de progreso"
-Los weenhayek viven el hoy. Si ganan dinero con el pescado se compran un autito, y después esperan al año próximo. No existe la cultura del ahorro, la planificación a futuro ni las ansias de grandes progresos -explica Ronald. Lo dice sin ánimo crítico. Él vivió con ellos muchos meses y sabe que esa forma de vida es ancestral. Es su cultura, fueron nómades, pescadores y cazadores. Esas actividades tenían por objeto sobrevivir, en el máximo equilibrio con la naturaleza. Fue el hombre blanco, la civilización y el capitalismo los que cambiaron las reglas del juego. Y para los weenhayek adaptarse es aún un difícil desafío.
Hablábamos sobre eso cuando el camino y el monte se acabaron en un médano de arena que el vehículo recorrió en descenso, sin inconvenientes. El río está bajo, los caudales mayores llegarán en el verano, en época de lluvias y taparán hasta el espacio que transitamos. A la izquierda, se observa el puente ferrocarretero por el que la ruta 9 conduce al pueblo de Villa Montes. Debajo, una treintena de carpas de lona y nailon alberga a decenas de weenhayek. En general son mujeres ancianas, de rostros curtidos por el sol y el calor intenso.
Una de ellas, abre un sábalo y lo eviscera sobre una larga mesa de madera de algarrobo, bañada en sangre y tapizada de escamas. La mujer arroja los restos bajo la tabla, donde un cerdo los devora sin tardarse. Se percibe un olor penetrante producto de los meses que llevan allí, en plena producción. La crecida del río prevista para el fin de año se encargará de la limpieza y el reciclado.
En ese campamento viven desde abril a septiembre. El monte y el río sirven de baño. En la orilla, niños weenhayek se bañan en cueros. Y aguas adentro, decenas de chalanas surcan el Pilcomayo, en busca de los sábalos que permitan completar la carga de los dos camiones con hielo que esperan en la costa.