El presidente francés Nicolas Sarkozy no es el primer mandatario que quisiera ver reemplazadas las molestas estadísticas económicas que difunden organismos internacionales como el FMI y el Banco Mundial, además de una multitud abigarrada de consultoras privadas, por otras que a su juicio servirían para medir mejor el nivel de desarrollo alcanzado por las distintas naciones. Ya lo hizo algunos años atrás el rey de Bután, un país pequeño y paupérrimo ubicado en el Himalaya. Consciente de que Bután ocupaba un lugar muy humilde en las tablas de posición mundiales que se basaban en detalles como el tamaño del producto bruto nacional y el ingreso per cápita, su majestad Jigme Singye Wangchuk decidió que lo único que realmente contaba era "el índice de la felicidad" y que, al dar la espalda a lo que Sarkozy acaba de calificar de "la religión de las cifras", los butaneses podrían triunfar sobre cualquiera. Aunque en el resto del mundo la iniciativa del rey fue considerada una excentricidad simpática que a lo sumo contribuiría a estimular el turismo, parecería que Sarkozy cree que el prestigio de Francia aumentaría mucho si los demás prestaran más atención a sus logros espirituales y menos a la brecha económica que, conforme a las estadísticas habituales, la separa de Estados Unidos. Es por eso que hace un par de días pidió a la "comunidad internacional" dejar de preocuparse por la magnitud relativa del producto bruto.
Es poco probable que prospere el planteo francobutanés ya que, para los aficionados a las estadísticas económicas, pasar por alto la tasa de crecimiento equivaldría a mirar un partido de fútbol sin interesarse por los goles, pero es innegable que la idea tiene sus atractivos. Desde hace milenios se sabe que el dinero no sirve para comprar la felicidad. Asimismo, no existen motivos para suponer que las diferencias por lo común exiguas entre los ingresos promedio de los diversos países nos digan mucho sobre la calidad de vida de sus habitantes.
Sea como fuere, pocos creen que la ofensiva emprendida por Sarkozy contra "la religión de las cifras" haya sido fruto de sus reflexiones filosóficas en torno del sentido de la vida. En su caso habrá pesado mucho más la convicción de que un índice hecho a la medida del país que le ha tocado gobernar le permitiría desplazar a Estados Unidos de la cabecera de los rankings económicos. Asimismo, Sarkozy con toda seguridad da por descontado que un índice basado en la felicidad y otras variables afines ayudaría a Francia a superar definitivamente a rivales europeos como el Reino Unido y Alemania, cuyas poblaciones -se supone- son más tristes puesto que por temperamento les es ajena la famosa "joie de vivre" gala, pero tal vez no resultaría suficiente como para que dejara atrás a Italia, otro país que, para fastidio de sus dirigentes, ha perdido terreno en la carrera económica convencional después de haberse colocado entre "los grandes".
Con todo, los más opuestos al cambio sugerido por Sarkozy no serán norteamericanos y europeos sino ciertos asiáticos y latinoamericanos. Para ellos, no habrá sido una casualidad que la embestida francesa contra la costumbre de dar prioridad a la evolución del tamaño relativo del producto bruto nacional haya coincidido con la subida vertiginosa en dicho ámbito de China y la India. A pesar de que los chinos sigan siendo mucho más pobres que los occidentales, su producto bruto ya es superior al alemán y pronto dejará atrás al japonés para acercarse al norteamericano un par de décadas más tarde. Se trata de una hazaña colectiva que es motivo de mucho orgullo patriótico.
Compartirá los sentimientos de los chinos el gobierno del Brasil. Puede que los brasileños ya sean tan felices como los franceses, sobre todo cuando celebran sus carnavales, pero a juicio de los resueltos a desempeñar el papel de líderes de una potencia regional, cuando no mundial, son meramente anecdóticos los índices de algo tan subjetivo como la felicidad. Quieren ser respetados por los logros concretos de su país, no por su fama de ser poblado de gente alegre. Puesto que los brasileños confían en que, debido a sus dimensiones demográficas, pronto tendrán un PBI decididamente mayor que el de cualquier nación europea, no les gustaría en absoluto que la expansión macroeconómica dejara de ser una fuente de prestigio.
La propuesta de Sarkozy cuenta con el apoyo de algunos economistas renombrados como el norteamericano Joseph Stiglitz y el indio Amartya Sen, en parte porque entienden muy bien que debido a la importancia creciente de los servicios, algunos de los cuales no pueden medirse como si fuera cuestión de autos o toneladas de trigo, las estadísticas reflejan una versión muy distorsionada de la realidad. Por ejemplo: aunque un docente norteamericano o europeo ganara veinte veces más que uno congoleño, sería perfectamente posible que los servicios brindados por el africano valieran mucho más por ser de calidad netamente superior. Huelga decir que los responsables de confeccionar estadísticas no pueden pensar en tales pormenores; desde su punto de vista, el aporte a la economía local de un docente dependerá del salario que percibe y nada más, lo que, pensándolo bien, es absurdo.
Por lo demás, aunque son muchos los economistas que por las razones que fueran suponen que Estados Unidos se ha visto injustamente favorecido por estadísticas que privilegian logros meramente materiales, no pueden sino entender que concentrarse en factores como "la felicidad" entrañaría algunos riesgos muy graves. Mal que les pese a los horrorizados por la tiranía de los números, tema éste que periódicamente agita a los clérigos, los bienes materiales distan de ser prescindibles. Por lo demás, puesto que a los contrarios a las burdas estadísticas que llenan los informes económicos les encanta señalar que a menudo los pobres se sienten mucho más felices que los ricos, de imponerse la tesis reivindicada por Sarkozy, los gobiernos tendrían aún menos motivos que antes para preocuparse por las penurias de quienes tienen muy poco. En efecto, el que en nuestro país los pobres brinden la impresión de haberse acostumbrado a su suerte y que en ocasiones parecen ser felices a su modo, habrá contribuido a la indiferencia de una serie muy larga de gobiernos, incluyendo, desde luego, al actual, frente a la catástrofe humanitaria que ha sido la depauperación masiva de una parte sustancial de la población de una sociedad que hace algunas décadas era relativamente próspera.
JAMES NEILSON