La crónica negra de la mujer islámica es una retahíla de horrores que, por ella sola, llenaría las páginas diariamente. Sólo nos llegan los nombres de las mujeres más emblemáticas -quizás porque su valentía las visualiza, más allá de la opacidad en la que viven-, o los de aquellas pobres mujeres cuyo horror traspasa nuestra endémica indiferencia. Pero detrás de cada nombre, agazapado en la oscuridad de leyes terribles, hay miles de otras mujeres cuyo calvario no vemos, no oímos y no tenemos interés en relatar. La última noticia habla de Fauziya Abdalah, con sus doce añitos desangrándose durante tres días de parto, su matrimonio forzado, su sufrimiento inútil, su muerte.
¿Cuántas miles como ellas son arrancadas en plena infancia, desprotegidas por leyes que consideran a la mujer un mero aparato reproductor, propiedad tiránica del hombre que la ha adquirido?
Es cierto que existen Fauziyas en todas las sociedades, pero la diferencia es fundamental: en ninguna otra cultura se debate la bondad religiosa de esta brutal práctica, y si existen hombres de Dios que la defienden, existen sociedades que la persiguen penalmente. En el islam, para su propia desgracia, crece la regresión hacia las posiciones más cavernícolas. Crece el islam medieval. Detrás de Fauziya, pues, miles de niñitas abruptamente arrancadas, legalmente, de sus cuentos de hadas. Y no parece que su situación vaya a mejorar.
Y si Fauziya es la cara de la niña esposa, la región indonesia de Aceh es la última cara de la lapidación, después de que ésta haya sido aprobada como castigo contra la "degradación moral". Legal en muchos países islámicos, no sólo no desaparece, sino que lentamente va reapareciendo allí donde no existía. Y así, lejos de aumentar la influencia del islam culto, modernizador y libre para sus mujeres, aumenta la influencia del islam que las esclaviza. Y que no nos venga Alcoverro hablando de pobreza. Esto no es tribalismo pobre. Esto es ideología, a menudo profusamente financiada con petrodólares. Mujeres lapidadas por amar a alguien, por ser violadas por alguien, por ser sencillamente despreciadas por alguien. El horror de las piedras quebrando sus huesos, su piel ensangrentada, el odio de un machismo delirante, arrancando su último aliento, y? todo legal.
Podríamos hablar de tantas otras mujeres, la sudanesa que lucha por llevar pantalones, la malasia condenada a azotes por beber cerveza, las valientes luchadoras con fetuas de muerte en su cabeza, las que no tienen voz, pero gritan en el silencio. Millones. Hay un islam delirante, malvado, cruel. Ese islam tiene que perder la guerra de las ideas. Porque el islam de las mujeres y los hombres libres es un islam bello que merece un gran lugar en la historia moderna.
No puede ser usurpado por estos locos medievales cuyo fanatismo violento sólo lleva a la destrucción.
PILAR RAHOLA (*)
Publicado en La Vanguardia
(*) Escritora española