Barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste?", se preguntó alguna vez quebrado por la emoción Víctor Hugo Morales al relatar el gol de los goles.
La misma pregunta se formulaban atónitos los organizadores del US Open al ver al longilíneo Juan Martín del Potro alzar la copa ante la mirada resignada del suizo Roger Federer.
En búsqueda de alguna respuesta a tal interrogante, se vio años atrás a Gregg Popovich transitar las calles que acunaron a Emanuel Ginnóbili.
Ante semejante inquietud, todas las coordenadas concluyeron en un punto del globo terráqueo. Un lugar donde algunos chiquilines aún juegan a la pelota en un descampado con desenfado y sin reglas claras.
Una suerte de potrero donde impone condiciones el dueño de la pelota, se hacen los arcos con bollos de ropa y se cobran o anulan goles según criterios harto discutibles.
Con un arco en La Quiaca y el otro en Ushuaia, nuestro país es un enorme campo de juego, en el que suelen aparecer sorprendentes talentos y realidades sociales incomprensibles.
El gen del talento argentino lleva incorporado unas partículas de supervivencia que lo hacen resistente aun en las condiciones más adversas. Este patrón distintivo no es exclusivo del deporte y suelen verse exponentes destacados, entre otros, en el ámbito de las ciencias, la danza, la escritura, la pintura y la música.
Mas lo que hay que entender es que sólo con el talento y el potrero no alcanza. Quienes han abrazado el éxito deportivo han comprendido que no podrían haber triunfado sin un orden, sin un rigor profesional, sin alguien que los oriente y los convenza de sus potencialidades. Es allí donde se genera una profunda convicción que, sumada al talento, potencian a cualquier embajador argentino.
Esto se ha visto plasmado últimamente en esfuerzos individuales, ya que los argentinos en los recientes años -luego de la apoteótica proeza del básquetbol y el fútbol en Atenas 2004- padecemos de una notable anemia para conseguir logros colectivos de relevancia.
Prueba contundente de ello son las magras demostraciones exhibidas -con verdaderas figuras en nuestros planteles- en la final de la Copa Davis y en la actual eliminatoria de la Copa Mundial de Fútbol Sudáfrica 2010.
Para ser más competentes en todos los planos y escapar al exitismo del cual somos tan afectos, deberíamos aprender a derribar viejos mitos. En primer lugar que, aunque presumamos de serlo, no somos los mejores. En segundo término que los deportistas exitosos no son la Argentina, pero sí son argentinos. Luego que con el talento sólo no alcanza y que mal utilizado puede incluso llegar a ser contraproducente y, por último, que hemos desarrollado una notable capacidad para no funcionar como equipo.
No en vano Marcelo Bielsa señaló días atrás que la mejor táctica era aquella de la cual estaban plenamente convencidos todos los integrantes de un grupo.
Ésta es una verdad que nos cuesta entender y que otros países han decodificado acertadamente. No es casual que quienes expresan estas ideas sean codiciados en otras latitudes y emigren a ellas hartos de peregrinar en el desierto.
En este marco, resulta incontrastable el reflejo de nuestra sociedad en el deporte. Por ello lo vivimos tan intensamente. Por ello somos tan pasionales y exitistas.
Mas para que demos un salto de calidad y pasemos del potrero a la profesionalidad en nuestra vida social e institucional debemos rendir aún varias asignaturas pendientes.
Si a la capacidad, honestidad y ejemplo de la conducción le sumásemos el talento y la convicción grupal de los argentinos, podríamos señalar con auténtico orgullo -no sólo deportivo- de qué planeta venimos.
MARCELO ANTONIO ANGRIMAN (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado y profesor nacional de Educación Física
marceloangriman@ciudad.com.ar