Los recursos humanos son uno de los instrumentos más importantes para el desarrollo. El hombre es la razón del desarrollo, su agente y, por lo tanto, el centro y fin de toda actividad económica humana, solidaria e inclusiva.
Los índices inaceptables de la pobreza actual exigen de todos nosotros bregar por una sociedad más noble y fraterna, donde haya similitud de oportunidades de desarrollo para todos con sus respectivas posibilidades.
Argentina es capaz de producir todos los alimentos que se requieren para un futuro pronosticable, incluido el crecimiento de la población que se espera según la lectura de las últimas tendencias demográficas.
Más aún, se siguen produciendo alimentos para satisfacer la demanda efectiva, es decir los alimentos que comprará alguien. El grave problema es que una gran parte de la población no tiene ni los recursos para comprar los alimentos que necesitan ni los medios para producirlos.
Ésta es una vergüenza histórica dado que, durante la mayor parte de las hambrunas de la historia, siempre hubo alimentos para todos y hasta se han exportado pero, como denunció Amartya Sen, los famélicos no han tenido manera de comprarlos ni forma alguna de disponer sobriamente de los mismos.
Donde las políticas y programas cambiaron a favor del sector rural y la producción de alimentos, como en India en la década de los sesenta, los resultados han sido sorprendentes.
La ineficiencia y, con frecuencia, la indiferencia de los gobiernos que se enfrentan al hambre crónica de sus poblaciones son menos dramáticas y han recibido menos publicidad que las situaciones de hambruna o, por ejemplo, de los mismos refugiados, sin percibir responsablemente que lo primero es mucho más significativo y trascendente para el desarrollo humano y la paz social.
Por eso mismo, en la medida en que se puedan lograr ingresos e incentivos con discriminaciones positivas para carecientes, habrá menor necesidad de ayudarlos con transferencias, subsidios y bolsones que se deberían concentrar sólo en las personas indigentes.
Los ingresos implican y se derivan de una serie de bienes productivos, incluidos la tierra fiscal ociosa disponible, el capital inanimado y el capital humano especializado desde artes y oficios hasta profesionalización para la gestión de agriculturas y economías familiares, rurales y urbanas.
Así pues, se podrían aumentar los ingresos si se elevara el rendimiento sobre los activos en manos de los campesinos: con el incremento del precio de los productos básicos producidos (de ahí la importancia de la política de precios para el productor en la agricultura), con la reducción de los costos de sus insumos o con el aumento y diversidad de su productividad.
Una respuesta adecuada y satisfactoria deberíamos encontrarla en un programa amplio de desarrollo político, social y económico que sea ecológicamente sólido y que enfoque de manera directa la pobreza rural y la urbana; que provea lo conducente al crecimiento con desarrollo humano y movilidad social ascendente de los segmentos más vulnerables de nuestra comunidad nacional.
Obcecadamente, la administración nacional actual persiste con todo desatino en responder a la pobreza con populismos tardíos y clientelismos infieles, con hostilidad y desprecio por cualquier expresión de ruralidad productiva, esgrimiendo estadísticas que no laten ni reflejan reales índices paupérrimos en nuestra contracultura de la insatisfacción, caprichosamente imperante.
Finalmente, a no ser que se adopten políticas consensuadas y federales que favorezcan la productividad e incrementen la competitividad de la economía nacional, con más valor agregado local-regional y por ende con más generación de empleo, con más seguridad alimentaria cuantitativa y cualitativa, se seguirá postergando un crecimiento armónico de la nación por ausencia precisamente de planes que promuevan estrategias diferenciadas que tiendan a equilibrar el desigual desarrollo relativo de provincias y regiones.
De lo contrario, cualquier mentada mejoría o crecimiento tendrá el doloroso respaldo de altísimos costos humanos expresados en mayor mortalidad y morbilidad derivadas de la desnutrición, las enfermedades infectocontagiosas y la perpetuación del ciclo de la pobreza con todas sus escandalosas implicancias y derivaciones inaceptables desde la perspectiva básica e irrenunciable de la dignidad humana.
Resumiendo, un veto a la pobreza implica desde el pie "revertir" conductas globales como las que recientemente y al unísono optaron -ante la irresponsable y previsible crisis financiera mundial- por el salvataje de bancos, aseguradoras, inmobiliarias y hasta de "un fútbol hiperprofesionalizado" (especulación pura) antes que por millones de vidas humanas de carne, sangre y huesos como las implicadas en el primer paso de "Los Objetivos del Milenio", nuevamente postergadas, es decir subestimadas y despreciadas, que clamarán justicia denunciando a sus verdugos eternamente.
Los sobrevivientes aún esperan clamando que se plasme la humanidad y humanización de una concreta cultura de la satisfacción, paradójicamente postergada en nuestro "país del pan".
ROBERTO F. BERTOSSI (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Investigador, Universidad Nacional de Córdoba