Como si la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y su marido, el ex mandatario Néstor Kirchner, ya no tuvieran que enfrentar bastantes acusaciones que son tan graves que, en países acostumbrados a tomar las leyes en serio, resultarían más que suficientes como para hundirlos definitivamente, acaban de formularse otras nuevas, las relacionadas con la llamada "mafia de los medicamentos". Gracias en buena medida a denuncias efectuadas por la ex ministra de Salud, Graciela Ocaña, la Justicia se ha puesto a investigar una red muy amplia de delincuentes que se dedica al tráfico ilegal de remedios. Según se informa, están involucrados empresarios que, se supone, aportaron sumas cuantiosas de dinero a la campaña electoral de Cristina y sindicalistas, de los que el mejor conocido es el jefe de la Asociación Bancaria, Juan José Zanola, cuyas obras sociales siempre han motivado sospechas. Por lo demás, el ministro de Salud de la provincia de Buenos Aires, Claudio Zin, dijo hace poco que "es muy posible que el 10% de los medicamentos que circulan en el país sean falsificados", lo que por motivos evidentes plantearía una amenaza terrible a la salud de la población, sobre todo a los sectores de menos poder adquisitivo que no están en condiciones de limitarse a comprar remedios más caros y presuntamente genuinos. Dicho de otro modo, estamos ante un escándalo que no puede sino socavar todavía más la confianza de la mayoría en las autoridades nacionales al contribuir a difundir la impresión de que a muchos funcionarios les importa más conseguir dinero procedente del delito que tomar en cuenta los intereses básicos de los pobres y enfermos, o sea de los habitantes más vulnerables del país.
El gobierno ya se ha visto salpicado por el triple crimen de General Rodríguez, donde fueron asesinados tres empresarios, entre ellos Sebastián Forza, un farmacéutico que había aportado dinero a la campaña electoral de Cristina. Parecería que tanto aquel episodio cruento como varios otros de características similares que alarmarían a la opinión pública tuvieron que ver con la "mafia de los medicamentos" y con el contrabando de efedrina, asunto éste que, antes de las elecciones legislativas de junio, el ex presidente Kirchner procuró aprovechar para perjudicar la candidatura del diputado bonaerense Francisco de Narváez. Aunque escasean los políticos que dispongan de los recursos necesarios para asegurar que todos aquellos que les brindan ayuda financiera sean dechados de honestidad, muchos dirigentes opositores están claramente convencidos de que los operadores principales del Frente para la Victoria, y los Kirchner mismos, sabían muy bien que el dinero que les llegaba era de origen dudoso. Con todo, según algunos que piensan así, muchos nombres que figuran en la lista oficial de donantes fueron prestados por empresarios y sindicalistas para que los Kirchner pudieran blanquear lo que sustraían de los fondos del Estado. De todos modos, aun cuando resultara que la candidata no se vio beneficiada por las contribuciones de narcotraficantes o integrantes de la "mafia de los remedios", a esta altura parece evidente que los responsables de manejar el dinero que se gastó en la campaña que la llevaría a la Casa Rosada no hacían ningún esfuerzo por ocultar el desprecio que sentían por la ley.
No es una casualidad que al debilitarse el poder de los Kirchner el país esté asistiendo a un auténtico festival de denuncias basadas en hechos averiguables. No sólo es cuestión de la hostilidad de muchos medios hacia los santacruceños o del tardío activismo judicial sino también de la voluntad de ex oficialistas, los llamados "arrepentidos", de aportar datos que a menudo sirven para confirmar lo que antes eran meramente sospechas. Parecería, pues, que se ha puesto en marcha un proceso que en buena lógica debería culminar con el enjuiciamiento de muchos empresarios, sindicalistas, funcionarios y, claro está, la presidenta Cristina y su marido, el ahora diputado electo Néstor Kirchner. Aunque muy pocos quisieran someter las instituciones nacionales a una prueba tan dura, la alternativa sería todavía peor, ya que consistiría en resignarnos a permitir que los dirigentes políticos más poderosos y sus amigos sindicales y empresariales siguieran operando al margen de la ley.