El pasado 12 de agosto el Tribunal Oral en lo Criminal Federal de San Martín Nº 1 condenó a prisión perpetua al general retirado Santiago Omar Riveros, ex comandante de Institutos Militares de Campo de Mayo. La sentencia lo encontró culpable de la muerte de Floreal Avellaneda y del secuestro de su madre, hechos ocurridos en 1976 y que, de acuerdo con el contexto en que sucedieron, el tribunal calificó como constitutivos de crímenes contra la humanidad.
Asimismo, impuso penas de 25 años de prisión para Fernando Verplaetsen, ex jefe de inteligencia del Comando de Institutos Militares, 18 años para Osvaldo García, que estaba a cargo de la Escuela de Infantería de Campo de Mayo; 14 años para el ex policía bonaerense Alberto Aneto y 8 para César Fragni y Raúl Harsich, quienes se desempeñaban en la citada escuela.
El tribunal consideró probado que dentro de la guarnición Campo de Mayo funcionó un centro clandestino de detención desde antes del 15 de abril de 1976, en el predio denominado Plaza de Tiro, "El Campito" o "Los Tordos", donde se torturaba, mantenía en condiciones infrahumanas y exterminaba a los allí recluidos.
Afirmó que el Comando de Institutos Militares operó como una gran unidad de combate a partir de octubre de 1975 y que en el Plan del Ejército previo al golpe del 24 de marzo de 1976, concretamente en el anexo 10 de jurisdicciones, se determinaban los partidos de la provincia que se encontraban bajo su jurisdicción. Y que posteriormente -el 21 de mayo de 1976, cuando se transformó en Zona IV- se le agregaron más partidos.
Expuso que, conforme a ello, la actividad de los imputados implicaba el control sobre la Jefatura de la Policía de la provincia y todas sus seccionales, así como de las otras dependencias, como los "lugares de reunión de detenidos" dentro de la guarnición militar de Campo de Mayo.
En el apartado dedicado a la autoría, la sentencia explica cómo funcionó la cadena de mando, su protocolo y las instrucciones establecidas para los denominados "procedimientos de detención" a partir del Plan del Ejército de febrero de 1976 y de la directiva del comandante general del Ejército Nº 217/76, de abril de 1976. En función de ello, el tribunal determinó los parámetros para cada clase de autoría y los grados de participación de cada uno de los imputados.
Uno de los puntos fuertes de la sentencia radica en el rechazo a la expectativa de las partes querellantes de calificar los hechos investigados como constitutivos del crimen de genocidio. Al respecto, el tribunal sostuvo que de la Convención para la Prevención y Castigo del Crimen de Genocidio surge que dicho crimen consiste en los actos perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal.
Expresó que las conductas de los imputados no podían subsumirse en el tipo de genocidio debido a que no cabía atribuirles a las víctimas la calidad de integrantes de un grupo nacional, por entender que ello implicaría asignarle a tal colectivo una significación que no es la que recoge el derecho internacional y, más concretamente, la convención. Tal cosa, por cuanto las víctimas de la dictadura cívico-militar fueron consideradas como blanco por sus supuestas creencias políticas y porque los militares estimaban que eran "incompatibles con su proyecto político y social" y un peligro para la seguridad del país.
De modo que no fueron objeto de ataque por razón de su pertenencia al grupo nacional "argentino", como requiere el estándar de intencionalidad genocida, sino más bien sobre la base de sus supuestos puntos de vista políticos individuales o sus valores sociales. Por tanto, concluyó el tribunal, estos actos no constituyen genocidio bajo el derecho internacional.
La sentencia en cuestión reconoce que entre 1976 y 1983 en Argentina se perpetró una serie de actos, enmarcados en un plan común con fines delictivos, consistentes en exterminio, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzosas, torturas, persecuciones basadas en motivos políticos y sindicales y detenciones ilegales o arbitrarias. Y que tales actos contra la población civil reúnen los elementos típicos de los crímenes contra la humanidad, tal cual han sido configurados por el derecho y la jurisprudencia internacionales, esencialmente como consecuencia de su carácter sistemático y generalizado.
Pese al empeño de las querellas, estos crímenes no pueden caracterizarse dentro de la definición de genocidio. En lo fundamental, debido a que no han sido perpetrados en contra de uno de los grupos individualizados en la convención internacional. Ni siquiera puede considerarse que lo hubieran sido en contra de un grupo "nacional", sencillamente debido a que las víctimas no fueron perseguidas o asesinadas en función de su nacionalidad sino, en cambio, a raíz de su calidad de disidentes políticos e ideológicos.
¿Será necesaria una nueva categoría criminal a la fecha inexistente para individualizar esa modalidad comisiva -acaso "politicidio"- o bastará considerarla como una especie dentro del género de los crímenes contra la humanidad?
La respuesta, como suele suceder en el desarrollo del derecho, habrán de darla los sucesos de la realidad, las necesidades humanas y la interpretación jurídico-sistémica que de esos dos fenómenos suelen efectuar estudiosos y especialistas.
MARTíN LOZADA (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Juez penal. Catedrático Unesco en derechos humanos, paz y democracia por la Universidad de Utrecht, Países Bajos