Hace unos días, Covunco -provincia del Neuquén- celebró el Día del Baqueano, en el regimiento de Infantería de Montaña 10 de esa localidad. Las autoridades militares destacaron que la especialidad del baqueano es la más antigua del Ejército, y que el general José de San Martín basó su campaña en ellos.
Y yo me acordé de don Marcelo Berbel, de mi papá, y de mí, que entonces apagaba dos velitas de la torta de cumpleaños. Covunco fue el primer destino en la Patagonia del mayor médico Julio Dante Salto, y también fue el primer médico del regimiento.
La historia familiar cuenta, ratificada por otros actores, que se había perdido la llave del consultorio, situación resuelta por el doctor al estilo de Alejandro Magno cuando tuvo que desatar el nudo gordiano: el hombre desenvainó la espada y lo cortó. El doc le pegó un patadón a la puerta y entró y se encontró con una serie de cajas en las cuales estaba embalado un equipo de primer nivel, acero alemán, y es de destacar que tal metodología, metafóricamente hablando, utilizó muchas veces en su vida, cuando la burocracia pretendía hacerlo pasar por varias amansadoras, en su trayectoria política.
El caso es que no sólo atendía al personal militar, sino que al ser el único médico de esos parajes, partía con su maletín, a caballo, a visitar enfermos a veces en lugares muy inhóspitos. Obviamente, mi padre no conocía el lugar, por lo que fue guiado por un baqueano, el teniente Marcelo Berbel, integrante de la banda del regimiento y profundo conocedor de la zona. Don Marcelo ya despuntaba su condición de hacedor y cantor de tantas maravillas patagónicas que heredaron Hugo y Marité Berbel. Fue, como dice Humprey Bogart en "Casablanca", el inicio de una larga amistad, al punto que otro hijo del cantautor se llama Julio Dante.
¿Y qué tiene que ver en esta historia el extravío? Es una anécdota chiquita, pero como es el primer recuerdo de mi infancia, se la voy a contar. La niña María Emilia -ya, y para siempre, Beba - amaba la nieve, de tal manera que un día se escapó de la vigilancia materna y se internó en un caminito y cuando se dieron cuenta que no estaba en la casa, salieron algunos soldados más mi madre más mi padre a buscarme. Me encontraron, medio congelada pero feliz, en un puentecito que cruza una acequia. Todo está tal cual, menos yo, claro, bastante crecidita por cierto (y don Marcelo y mi padre y mi madre y mi hermano Rudy, ya fallecidos). Porque cuando fui electa diputada por el partido Justicialista, me propuse que el primer lugar del interior de la provincia que iba a visitar sería Covunco. Ahí fuimos, prácticamente todos los hermanos y hermanas con sus familias y estuve al pie del puentecito y nos sacamos una foto en la casa donde vivimos cuando éramos tres hermanos: Julio Alberto, yo, José Luis, en ese orden de llegada, y Julio Fernando en la panza de mi mamá.
Hubo una hermosa ceremonia, donde se colocó una placa a la enfermería con el nombre de mi padre; y lo impactante es que participaron no sólo militares sino varios caciques de la zona; y el cura, en un hecho poco común en la Iglesia, pidió perdón a la raza indígena por los atropellos cometidos por las fuerzas militares acompañadas de los religiosos, y realizó un emocionante mensaje de integración.
Para entonces, la niña extraviada ya sabía del genocidio, de la aculturación y demás cuestiones que quizás no tengan mejor símbolo que Ceferino Namuncurá, quien, después de ser entregado a los salesianos, contrajo la tuberculosis -enfermedad desconocida por su raza y que lo llevó a la muerte-; y vaya a saber cuánto lloró ese chico alienado de los suyos, exhibido en Roma; vaya a saber si alguna vez sabremos si escribió en algún cuadernito su verdadero sentir, y se me ocurre que debe ser bastante distinto a la historia oficial. La historia, es cierto, la escriben los que mandan, y eso quiere decir que hay otra historia?
No es la de mis recuerdos, claro. La de mi ignorante inocencia es una sensación de maravilla, de alegría mágica, cada vez que veo nieve. Y sé por qué.
MARÍA EMILIA SALTO
bebasalto@hotmail.com