Uno de los síntomas de la baja calidad de la democracia argentina se manifiesta a través de la desmesura de los comentarios de su clase política. El reciente exabrupto de Reutemann ha elevado el listón a alturas difícilmente superables. El fallo de la Corte Suprema despenalizando el consumo de estupefacientes en el ámbito privado ha dado lugar también a comentarios de elevado tono didáctico: "Están todos locos" (Felipe Solá); "Despenalizar es un mamarracho" (Horacio Rodríguez Larreta); "Ahora va a ser más fácil conseguir drogas" (José Alperovich). Al parecer, la política criminal de un Estado es demasiado delicada para que quede en manos de los políticos.
Que la Corte Suprema haya declarado inconstitucional el artículo de una ley dictada en 1989, es decir hace 20 años, es también una muestra de baja calidad institucional en un doble sentido. Primero, por el tiempo durante el cual una norma inconstitucional que criminalizaba conductas ha permanecido vigente afectando gravemente la vida de tantos jóvenes incriminados. En un caso, al menos, un detenido por consumir marihuana fue violado por otro preso en una comisaría. Segundo, porque lo natural es que sea el Parlamento el poder que se ocupe de poner la legislación en orden con los tiempos. La legislación criminal es una de las cuestiones más delicadas del Estado, que requiere una profunda información y un difícil equilibrio entre todos los bienes jurídicos ponderados, una materia poco apta para un parcheo de circunstancias.
En relación con la cuestión de fondo conviene desprenderse de algunos prejuicios. En primer lugar, hay que partir del presupuesto de que el tráfico de drogas es una actividad que merece ser severamente castigada por el poder altamente corrosivo que tiene en la sociedad. Los ejemplos de México y Colombia son demasiado elocuentes para evidenciar que no es posible permitir que las bandas que trafican drogas tengan facilidades para comercializar este tipo de productos. Se ha argumentado, con cierta consistencia, que la penalización de su comercio, como ocurría con la ley seca norteamericana, es contraproducente y sería más práctico legalizarlo. Sin embargo, ningún país del mundo se ha atrevido a dar este paso y por el momento la Corte, prudentemente, no ha innovado en esta materia.
La Comisión Nacional de Pastoral de Drogodependencia ha sostenido que "no es facilitando el consumo" como se va a superar el flagelo de la droga y ha afirmado que fallos como el de la Corte pueden "generar confusión" y aparecen "desenfocados de la realidad social". Son afirmaciones alarmistas que no se sostienen. La despenalización del acto privado de consumo es operar sobre el último eslabón de una cadena donde siguen siendo perseguidas las actividades previas de comercialización, de modo que no se alcanza a entender la afirmación de que se "facilita el consumo".
Lo que el fallo pretende es evitar convertir en delincuente a una persona que por una adicción, o por un acto deliberado, consume un estupefaciente en un ámbito privado. Se entiende que los esfuerzos del Estado deben reconducirse a combatir el tráfico, que es la conducta reprobable, y así allí deben dirigirse los esfuerzos policiales. En este período, de 44.000 procesos, casi el 50% se inició a consumidores finales, lo que supone una enorme inversión de recursos en una dirección equivocada.
En relación con el consumo privado, la decisión de la Corte es impecable. Basta hacer un ejercicio comparativo con el consumo de otras drogas socialmente admitidas, como el alcohol, para percibir que sería absurdo castigar con la cárcel a la persona que se embriaga en su hogar. Las acciones privadas de los hombres deben quedan exentas de la autoridad de los magistrados.
Finalmente, la sentencia no olvida recordar los peligros que entraña el consumo de estupefacientes. Existía, hasta no hace mucho tiempo, la falsa creencia de que las llamadas drogas blandas, como el hachís o la marihuana, eran inocuas. Recientes estudios han llegado a la conclusión de que el consumo de estas drogas provoca brotes psicóticos en gran número de adolescentes. Por consiguiente hay que hacer una gran labor educativa para evitar que los jóvenes incorporen hábitos tan poco saludables como beber alcohol, fumar tabaco o consumir estupefacientes. Son todas conductas perjudiciales para la salud y éste es el único fundamento que justifica que se advierta sobre los riesgos de su consumo. El plano sanitario no se superpone al de la moral o al del derecho penal.
ALEARDO F. LARíA (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado y periodista