En las últimas semanas, la sociedad se vio inmersa en un debate que hacía tiempo que no se observaba. Después de seis años en los cuales el país creció a un ritmo del 8% anual y de innegables mejoras en los indicadores sociales, el tema de la pobreza y la exclusión social hizo mella en los medios de comunicación y se transformó en una nueva fuente de discordia entre el gobierno nacional y la oposición política por la manera de llevar a cabo los programas sociales que ayuden a alivianar sus terribles efectos sobre la población más vulnerable.
La fuerte declaración de la Iglesia Católica a través del papa Benedicto XVI calificando la pobreza de escandalosa y la posterior ratificación de estos dichos por la Conferencia Episcopal Argentina pusieron luz sobre un grave problema social que sin duda ha venido aumentando en el ultimo año debido a múltiples factores, entre ellos y quizá el más importante, una falta de política concreta en el diseño y la implementación de un programa adecuado en la lucha y el combate a la pobreza que tenga el consenso de todos los actores políticos, económicos y sociales. Esto significa que no sea sólo una iniciativa del gobierno nacional sino una política estatal de largo plazo en que los partidos políticos, las corporaciones económicas y las organizaciones sociales desempeñen un rol más que importante.
Ahora bien, si afirmamos que sólo con más y mejor política podremos obtener cambios en la situación social de los sectores más postergados es porque queremos dejar de lado los discursos antipolítica y poner el énfasis en aumentar la capacidad del Estado para implementar políticas públicas adecuadas que eleven el bienestar y la calidad de vida de millones de argentinos que actualmente están en situación de riesgo social. Sólo con un Estado fuerte podremos hacer frente a los conflictos sociales en tiempos de turbulencias económicas y sólo con políticas a largo plazo podremos decir que se está trabajando en la lucha contra la pobreza, la exclusión y la marginalidad social.
Partiendo de la base de que los individuos o grupos sociales en situación de riesgo son portadores de derecho que obligan a la actuación del Estado es que resulta necesario pasar de la concepción asistencialista de la política social a una visión en que los sujetos sociales tengan derecho a demandar determinadas prestaciones y servicios.
Se define la política social como la gestión pública de los riesgos sociales con objetivos y fines bien establecidos como asegurar derechos sociales, ampliar las oportunidades, asegurar la inclusión social, fortalecer el capital social y construir ciudadanía en el sentido de hacernos miembros de la sociedad.
Durante los años ochenta, con la llegada de una nueva corriente conservadora en el mundo se modificaron ciertos parámetros tradicionales de la política social que se pudieron vislumbrar con un énfasis desmedido en nuestro país a partir de la década del noventa. Se privatizaron y desregularizaron los servicios sociales, la focalización de los programas sociales en los sectores más pobres fue el centro de la atención del Estado, se descentralizaron los servicios universales y se les dio una mayor importancia a la evaluación y el monitoreo de los programas, acorde con los requerimientos impuestos por los organismos multilaterales de crédito como condicionamiento para la obtención de los préstamos.
Este enfoque de la política social no hizo otra cosa que acentuar el deterioro de la calidad de vida de amplios sectores de la población, siendo funcional a un nuevo esquema estatal que priorizaba las opciones del mercado sobre la capacidad del Estado para proveer de servicios al conjunto de la sociedad. Al focalizar la política social sobre los más pobres se produjo un efecto que limitó la mirada estatal, desprotegiendo a otros actores que veían cómo su situación desmejoraba a medida que se acentuaba el nuevo modelo económico. La nueva pobreza o "los pobres de clase media" fue un efecto no querido de una política atomizada y no flexible.
La nueva situación social requiere nuevas medidas. Está claro que el crecimiento económico no es condición suficiente para alcanzar el bienestar general de la población, y es por ello que las políticas sociales deben asumir un papel redistributivo sosteniendo que la igualdad de oportunidades es vital para fortalecer la ciudadanía y lograr una sociedad más homogénea en su aspecto económico y social.
Mejorar la protección social no es tarea de un gobierno, no es únicamente un objetivo de una administración determinada, sino que el Parlamento debe desempeñar un papel más relevante como aglutinante de todas las fuerzas políticas nacionales en el diseño, la implementación y la evaluación de las políticas sociales y sobre todo en la lucha contra la pobreza.
La política social no puede por sí misma resolver los retos de la distribución, pero sí está llamada a ser parte de cualquier esfuerzo colectivo liderado por el Estado para incidir en la solución de las desigualdades que afectan tanto a individuos como a grupos sociales y de las que nadie puede hacerse el desentendido ya que está en juego el futuro de una generación que cree que sus sueños están perdidos o, lo que es peor: que nadie responde por ellos.
NICOLáS BOHOSLAVSKY (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Candidato a maestro en Administración y Políticas Públicas
Universidad de San Andrés