Sobremesa de sábado en la noche. Cuatro parejas hablamos acerca de la infidelidad. Alguien pregunta ¿hay algún tipo de engaño que sea distinto a otro, uno que se pueda perdonar? La mayoría es categórica: el tema no se puede relativizar, no hay una manera de cornear que sea mejor o peor que otra. El más fundamentalista asegura que hasta un coqueteo merece tarjeta roja. Yo no estoy de acuerdo. Creo -en realidad estoy convencido- que existen grados de infidelidad.
Que dependiendo de si a uno le toca vivir una experiencia grado dos o siete, las consecuencias pueden ser muy distintas. Un ejemplo. Me cuentan de un gerente cuarentón, casado y con hijos, que viaja mucho. Siempre llega a Chile un día antes de lo que cuenta en su casa y trabaja hasta más tarde que nadie en la empresa. Va a un cumpleaños de alguien de la oficina con su señora y ella, angustiada por los horarios del marido, interroga a las otras mujeres. Todos y todas saben lo que pasa, menos ella. El tipo tiene otra mujer, otra familia, y por eso las mentiras.
Es decir, la pobre ha sido gorreada sistemáticamente, su pareja tiene doble vida y es la única que no tiene idea de que se ríen en su cara. Hasta que finalmente, por esas casualidades que casi siempre ocurren, se entera. Comparemos esta situación con la siguiente. Otro ejecutivo de edad similar, que también viaja, vuelve a Chile. Le lavan la ropa y la mujer encuentra un papel con un número de teléfono y que dice “It was great to meet you. Kim”. Ella lo confronta y él reconoce que en el viaje, que duró tres semanas, conoció a una gringa en un bar y terminaron en la cama.
Si nos atenemos a la teoría, ambos tipos fueron infieles pues estuvieron en contacto con otra mujer. ¿Diagnóstico probable? La mujer del hombre que tiene doble vida queda completamente destruida, piensa que todo su matrimonio es una mentira y no tiene más alternativa que divorciarse. La otra, en cambio, manda al marido a dormir al living por varias semanas, lo pone a prueba, lo castiga y le advierte que se le acabaron los comodines. Es la diferencia en el grado de error la que deja espacio y amor propio para poder o no negociar. Un ejemplo más.
Camila y Esteban viven juntos hace un año. Él no va a volver hasta muy tarde porque tiene clases en el Magíster. Pero una falla eléctrica en la Universidad cambia los planes. Esteban regresa tres horas antes al departamento, abre la puerta, escucha ruidos raros y descubre a Camila con otro hombre en el dormitorio. Su propio dormitorio.
Al otro lado de la ciudad, Jorge se mete en el Facebook de Andrea, su polola de años. Lee una conversación entre ella y su ex y se da cuenta de que algo pasó entre ellos. La llama, Andrea le confiesa que hace un mes se sintió insegura de la relación, que el ex la invitó a tomar algo y terminaron juntos. Pero fue sólo esa vez, “esa estúpida vez” dice, porque es a él a quien ama. ¿Diagnóstico probable? Esteban no sólo termina con Camila, sino que desconfía de las relaciones por los próximos diez años. Y, era que no, vende la cama.
Jorge también termina con Andrea, pero a las dos semanas decide darle una oportunidad. ¿Por qué? Por el abismo que hay entre lo malo y lo terrible, entre lo estúpido y lo malvado, entre la incapacidad de controlar un impulso y la frialdad para mentir en forma sostenida. Porque es muy distinto equivocarse que ser negligente. Porque, cuesta reconocerlo pero es cierto, el amor puede perdonar ciertas cosas.
Por Rodrigo Guendelman
Periodista especializado en música y tendencias
Fuente: La Tercera