La crisis de la gripe H1N1 está produciendo algunas consecuencias muy interesantes. Entre ellas, el que se vuelva a hablar de la reforma del sistema de salud.
En los medios especializados y en grupos médicos y sanitarios se han multiplicado las voces que analizan críticamente la actuación de los niveles políticos, los medios de comunicación, la industria farmacéutica y, aunque en menor medida, también de cierta parte de la comunidad médica ante la epidemia.
Y es que la gripe no cayó del cielo, ni fue lo único que en lo que va de este año desnudó la desconexión entre la política y las necesidades prácticas de la gente.
En febrero, un alud en Tartagal cobró dos vidas y mil evacuados: ya había ocurrido algo similar dos años antes. Decíamos entonces en este diario: "En nuestra cultura política las actividades de prevención y preparación para situaciones excepcionales de este tipo no son, ni han sido, una prioridad.
La nuestra es, cada vez más, una sociedad desarticulada. Y eso no puede sino expresarse frente a situaciones de este tipo.
Además, sobran los motivos para desconfiar de las capacidades del Estado, en cualquiera de sus expresiones, y de los compungidos discursos para la ocasión de sus dirigentes".
Por supuesto, se repitieron los discursos, y las promesas desde el barro y bajo la lluvia. Hoy sabemos que casi nada de lo prometido se cumplió.
Poco después, e inmediatamente antes de la irrupción de la gripe porcina, vivimos una crisis de mucho mayor alcance y gravedad debida al dengue. Una crisis en la que se exteriorizaron nuevamente las miserias de un sistema político al que, en verdad, estas cosas no le importan.
Una enfermedad que parecía surgida del pasado y que requería escasa tecnología y la aplicación de medidas preventivas simples, muy conocidas y relativamente baratas, nos enfrentó súbitamente una vez más a nuestra incapacidad de previsión (y de acción) e hizo crujir al aparato político a la vista de todos (baste recordar el patético accionar de la entonces ministra de Salud del Chaco? culpando al mosquito).
La irrupción de la nueva gripe agregó súbitamente incertidumbre técnica y presión internacional. Ahora, hasta los clínicos, infectólogos y sanitaristas parecían desconcertados: en efecto, la mayor gravedad atribuida a la nueva gripe se fundamentaba sencillamente en el desconocimiento sobre el "comportamiento del virus" (aunque esta vez nadie se atrevió a culparlo).
Y es que, por añadidura, el pico de la epidemia ocurrió en plena campaña electoral.
Entre nosotros nadie espera ganar una elección ejecutando adecuadas políticas de salud, pero cualquiera intuye que una catástrofe sanitaria (real, o que parezca real en los medios) puede alcanzar para perderla.
Durante varias semanas vivimos como si la nueva gripe fuera a exterminarnos. E ignorando una vez más lo que efectivamente nos mata.
Las directivas y los discursos de las autoridades se superpusieron y hasta se contradijeron. Se apeló con demasiada facilidad a la excusa del federalismo para justificar la falta de conducción centralizada en la crisis, mientras sí se centralizaba información vital hasta el punto en que las cifras oficiales ya puestas en duda durante la epidemia de dengue se volvieron directamente increíbles durante la gripe. Nadie mira una estadística oficial en la Argentina de hoy, sin tener en mente la historia reciente del Indec.
Entre una y otra epidemia se cambió al ministro de Salud. Pero ello no se debió a una evaluación política de las acciones encaradas y sus resultados en términos sociosanitarios. Se trató simplemente de un nuevo capítulo en la puja por los fondos de las obras sociales, bajo las condiciones impuestas por la derrota electoral del oficialismo.
No es posible todavía afirmar que esta historia de desaguisados, falta de coherencia en las políticas, improvisación y baja calidad de la dirigencia política que han mediatizado malamente dos situaciones críticas para la salud de todos nosotros, basten para generar el consenso sobre la reforma del sistema sanitario argentino. Pero mientras para algunos la gripe es un excelente negocio, para casi todos los demás la experiencia vivida ha dejado abiertos demasiados interrogantes y las respuestas apuntan a un sistema de salud fragmentado, poco eficiente e inequitativo. Y que ha hecho agua por los dos extremos: la prevención de riesgos bien conocidos y la capacidad de enfrentar nuevos desafíos epidemiológicos.
Y es que cualquiera sea el comportamiento de un microorganismo, el de las instituciones puede hacer que sus consecuencias sean más o menos trágicas para las personas.
La forma cómo se financian los servicios de salud, cómo se distribuyen los fondos, cómo se pagan los servicios y los recursos que consume, cómo se controlan la calidad y la eficiencia, cómo se garantiza el acceso de todos los argentinos, son condiciones básicas para poder diseñar, financiar y operar las acciones preventivas, incluso las que exceden largamente al sistema hospitalario, que suelen ser las más trascendentes para la salud, así como las capacidades del sistema para enfrentar los nuevos retos sanitarios.
Nunca las sociedades estarán exentas de conflicto. Pero hay algunos que hasta para nosotros, los argentinos, resultan demasiado gravosos e inmerecidos.
Es posible que tanto desbarajuste ayude a que empecemos a verlo así y podamos convencernos de merecer algo mejor.
JAVIER VILOSIO (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Médico. Máster en Economía y Ciencias Políticas. Ex secretario de Salud de la provincia de Río Negro.