Domingo 16 de Agosto de 2009 Edicion impresa pag. 40 > Cultura y Espectaculos
"Hay temor a hablar de amor: se lo juzga como débil
Entrevista a Ángela Becerra: Ángela Becerra es la escritora colombiana que más vende en su país, luego de García Márquez. Y acaba de ganar el premio Planeta-Casamérica. Pero no siempre se dedicó a las letras. A los 40, y tras una profunda crisis, se dio cuenta de cuál era su destino.
“¡Me quieeeroooo suicidar!”, grita una niña. Whisky en mano, en un hotel de Recoleta, Ángela Becerra (Cali, 1957) escucha la expresión de su hija más pequeña por celular y le responde: “Vale, te suicidas pero vuelves”. Sonríe, corta la comunicación y se dispone a charlar con “Río Negro” durante dos horas. Se trata de la escritora colombiana que más libros vende en su país –sólo superada por Gabriel García Márquez– y que recientemente obtuvo el Premio Iberoamericano de Narrativa Planeta-Casamérica 2009 con “Ella, que todo lo tuvo”, una novela cargada de simbolismos que explora la soledad y muestra la fragilidad del complejo ser humano mediante personajes que se preguntan acerca de la felicidad y el sentido de la vida. “El único futuro que nos queda es el presente”, repite varias veces en sus 422 páginas.La conversación fluye desde el primer momento, marcada por la espontaneidad de esta mujer que un día decidió cambiar su vida y para eso eligió perseguir su deseo interior, dejando de lado una cotidianeidad en la que había alcanzado una destacada posición laboral a costa de abandonar sus sueños. “Somos únicos, no hay dos iguales. La tendencia es a estandarizar a todo el mundo y a juzgar; si actúa de esta manera, es un loco”, comenta Becerra, considerada la precursora del “idealismo mágico”, rótulo que proviene del contenido de sus textos, forjados desde las emociones, donde la razón queda en un segundo plano. “Todos estamos cortados por una educación que nos ha jodido la vida. Pero el modelo de sociedad va a cambiar. Hemos repetido un patrón durante muchísimos años, convencidos de que era así porque nos vendieron lo mismo: nacer, crecer, estudiar para llegar a una educación superior, tener una carrera, producir y luego alcanzar un estatus para casarte y tener hijos ¿Y luego qué? Reproducir el modelo: hacerte viejo y tal. ¡Y es aburridísimo! La gente ya se empieza a revelar y es juzgada”, expresa la autora de “El penúltimo sueño” (Premio Azorín de Novela 2005 y Latin Literary Award 2006).–En “Ella, que todo lo tuvo” hay una invitación a vincularse más con el sentir que con el pensar.–Sí. Soy una persona muy emocional y de dejarme ir por lo que siento. Estoy contra muchas cosas del sistema porque creo que ha ido mutilando un espacio primordial para el ser humano; que nace limpio, con todo el universo a disposición y con un espacio enorme para el asombro. Cuando uno es pequeño los sentidos están al poder, te dejas extasiar por cosas tan nimias como quedarte observando a una hormiga que se conecta con la otra. –¿Y qué sucede cuando pasan los años?–Al crecer interviene la educación, el “no hagas tal cosa”, “no te quedes mirando porque es mala educación”, y así tantas cosas. Entonces, aquel espacio enorme con el que nacemos lo vamos estrechando. Se reducen las emociones, el asombro, el dejarnos ir, la felicidad… porque el niño cuando corre y se embarra es feliz. Sucede que te van educando entre comillas y te restringen el espacio que te daba satisfacción, donde primaba la observación, el sentir, el emocionarte. Si el hombre llora resulta que no es valiente. Cuando menos te lo esperas, aquello que te hacía feliz ha quedado reducido a la nada.–¿De dónde cree que viene esta necesidad de controlar los procesos naturales?–Si miramos hacia atrás, ¿qué hacía la religión? Necesitaba controlar al pueblo. Entonces se crea el miedo, que es el gran factor del control. Cuando instauras el miedo, resulta un controlador de todo. Y ya ni digamos cuando arrancamos con el más allá: “Si te portas mal, te espera el infierno”. Ese control lo que hace es cerrar el espacio de las emociones, del sentir y de una cantidad de cosas.–La concepción de la vida…–(interrumpe) ¡La vida es una experiencia para vivirla a fondo! Tiene cosas maravillosas. Con el miedo a sufrir, ya ni te planteas la felicidad porque una cosa viene pegada a la otra. Si estás dispuesto a sentir al máximo, vas a sentir al máximo la alegría y también la tristeza, ambas cosas van unidas. La mente es algo valioso para regular, no para obstaculizar. Cuando uno se encuentra con una persona muy agresiva, ¿qué es lo que hay detrás? Tal vez un miedo terrible a ser rechazado y entonces crece un ego terrible para protegerse. Todo tiene un por qué y todos estamos hechos de un pasado que arrastramos.–Lo expresa en la novela, donde Ella vive atormentada por el recuerdo de su abuelo.–Sí. A mi me daba mucho respeto meterme en las entrañas de la psiquis humana, que es un universo infinito y terrible, porque te encuentras con unos recovecos desconocidos. Y la reacción depende de las fibras que se toquen.–Ella dice: “El amor, ese sentimiento que ha caído en desuso”, ¿cree que es así?–No, no lo creo. Hay mucho temor a hablar del amor porque se lo ha juzgado como algo débil. Se dice “tal está enamorado”, como si fuera una causa perdida. El que resiste al amor supuestamente tiene más fortaleza. Se ha menospreciado al amor y resulta que es motor de vida. A la gente le cuesta decir “sí, estoy perdidamente enamorado”. Da vergüenza expresarlo. Es como un estigma: estar enamorado es estar jodido.–A los personajes de la novela les parece más interesante la vida de los otros.–Sí, todos son seres solitarios pero ninguno reconoce en sí mismo que vive en una soledad terrible. Sin embargo les atrae la soledad del otro y sienten que pueden ayudar al solo de al lado. Son muchas soledades que necesitan verse en otro para poderse reconocer. Incluso Florencia se somete al estado de ánimo de ellos y es una ciudad introvertida, gris, lluviosa y pierde las estaciones. Creo que todos los seres humanos, en algún momento, se sienten solos.–Sucede que hay una tendencia a entender la soledad como algo negativo.–Claro. Y la sociedad, de una forma sana, debe llegar a ser individualista. Cada uno debe sentirse completo en sí mismo y decidir compartir sin esperar que otro lo complete. Ahí está el conflicto de muchas parejas. ¡La media naranja es un cuento! Cada persona es un ser individual, íntegro, y que además sabe convivir con su soledad, donde entiende que hay un crecimiento. Luego va a caminar la vida un rato con la otra persona pero siendo entero. La soledad puede ser el camino de la creación.–¿Eso le sucede al momento de escribir?–Sí. Amo la soledad y el silencio. Ahora estoy hablando porque me toca pero soy muda.–Como la Donna di Lacrima, el personaje de su novela que no habla con nadie.–Claro (risas). El silencio es el gran observador de la vida. Así se aprende cantidades. Vivo en las afueras de Barcelona, en San Cugat, en medio de un bosque lleno de pinos, que es uno de los pulmones de Europa. Todos los días, por la mañana, salgo a correr una hora y media. Allí, cuando todo está callado, veo el paso de las estaciones. Observo los pájaros, los jabalíes, los conejos... Me llevo una bolsa con moneditas de zanahoria y se las voy tirando, de modo que me van acompañando durante todo el trayecto.–¿Qué representa en su vida ese contacto con la naturaleza?–Necesito sus elementos. De chica juntaba ranitas y hacía que jueguen carreras entre ellas. Me crié en una ciudad (Cali) que me dejó el ruido de la chicharra reventando dentro mío. La gente gritando por la calle, ese murmullo constante era natural para mí. No sé por qué siempre he tenido los sentidos muy despiertos. Lo primero que hice cuando nacieron mis hijas fue olerlas; cada una tiene su olor y hoy lo siguen teniendo. A ellas las amo a través del olfato. Creo que a lo largo de la vida eso lo vamos mutilando.–En su caso, ¿cómo fue?–Arrinconé aquel espacio que se tiene y que la educación lo va estrechando. Tuve unas monjas asquerosas, repulsivas, que lo único bueno que tenían era una biblioteca espectacular y eso las salvó. Pero eran malas con alevosía. –¿Y qué pasó?–Llegué a los 40 años haciendo lo que todos esperaban que hiciera, lo que se me enseñó: estudiar, ir a la universidad, escalar en el trabajo para llegar a lo más alto, tener marido, hijos... Hasta que hice crack y dije: “¡Estoy vacía! ¡No me gusta nada de lo que hago! Los clientes me respetan, bla, bla. ¿Y a mí qué me importa eso?” Hice crisis total.–¿Cómo llegó a registrar esa situación?–Fumaba como una loca. Estaba en una reunión en la que acababa de presentar una campaña. Era la una de la madrugada. Miré el cenicero y era una montaña donde no cabía una colilla más. Todo el mundo peleándose y discutiendo para sacar o poner tal cosa. Apagué el cigarrillo y me dije: “¿Yo pertenezco a todo esto?”. Fue como una clarividencia: “Me quiero levantar de aquí y dejar que hagan lo que se les dé la gana”. Apagué el cigarrillo y dije “se acabó”. Ahí dejé de fumar y también ese trabajo.–¿Cuál fue la reacción?–Me decían que estaba loca porque era vicepresidenta creativa. Y les dije: “Lo siento pero me morí. Cuando alguien fallece, lo reemplazan y no hay nada que hacer”. Los clientes me decían que no los podía dejar y yo les respondía “¡estoy muerta!”. Entonces me fui a la India.–¿Con su familia?–No, me largué sola. Mi marido y mis hijas sabían que yo estaba en una crisis brutal y lo entendieron. Estuve tres meses en la India y casi me quedo, pero por mis hijas volví. –Y así empieza a dedicarse a la escritura.–Sí. En realidad siempre he escrito para mí. Tuve un abuelo maravilloso que me enseñó a leer y escribir antes de los seis años. Un día me regalaron el Peter Pan de Barrie y dije: “¡Yo quiero vivir en este mundo! ¡El que tengo no me gusta nada!”. Las muñecas que me regalaban no me divertían. Ahí creo mi primer cuento, de una niña que se llama A, que era yo, y le pasaba de todo y buenísimo. Era fantástico: volaba e iba adónde yo no podía ir. Así descubrí una ventana por la que me escapaba. Escribía mucho.  Siempre que había un conflicto salía la escritura. A los treinta y pico empecé a escribir todo lo que pensaba, lo que sentía y lo que me pasaba.–¿A los 38 años, la misma edad que tiene Ella en su novela?–Sí, un poco (risas). Me encerraba en el despacho y no paraba de escribir. Entonces me di cuenta que era feliz escribiendo. Había recuperado lo que tenía de niña. Era lo que siempre había querido. Me había desviado a la publicidad que es creación y letras en función de vender un producto. Dije: “Ahora o nunca”. Me decían que estaba loca porque quería escribir una novela y lo primero que hice fue un poemario (Alma abierta, 2001), que para todos era imposible venderlo.–¿Qué hizo que tomara esas decisiones?–Me propuse ser coherente con lo que me naciera. Curiosamente el poemario me lo recibió una editorial y se vendieron 8 mil ejemplares. Luego me fui a la India y volví con mi primer libro, “De los amores negados”, que no lo quiso publicar nadie hasta que fui a Colombia. Así descubrí la vida, la libertad. Sé que tengo mi familia, mis hijas, pero vivo en mi mundo. Volví a ser lo que era de pequeña. La vida normal y corriente me parece muy aburrida. Encontré la manera de hacerla mucho más interesante viviendo muchas vidas con la literatura.–Se decidió a seguir su deseo._–Claro. Creo que todos los seres humanos, en algún momento de nuestra vida, nos planteamos el por qué estamos en el mundo. ¿Cuándo compramos el ticket? Mi padre y madre me soltaron en esta vida sin que yo se los pidiera, pues bueno, ¿qué vamos a hacer una vez que estamos aquí? ¡Pasártelo lo mejor que puedas!
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