Los restos del que sólo era un indiecito ganado por la Conquista del Desierto para la civilización y el culto romano estaban depositados en un fuerte, originalmente emplazado contra el indio por Juan Manuel de Rosas, llamado Fortín Colorado, después Fortín Mercedes, al sur de Bahía Blanca. No era el lugar más apropiado para un hijo de Manuel Namuncurá, el rey de las pampas que se había batido contra el Ejército de Roca el 5 de mayo de 1883, pero ahí estaban.
Derrotado, Namuncurá padre, hijo del gran Calfucurá, aceptó ser designado coronel de la Nación, con uniforme incluido. Entonces llevó a Ceferino a Buenos Aires y lo dejó en un taller de la Armada, de donde lo sacó a los tres meses porque al chico no le gustaba. Es comprensible.
Entonces, recomendado por el ex presidente Luis Sáenz Peña, Ceferino ingresó como estudiante pupilo al colegio salesiano Pío IX. Bautizado por el padre Domingo Milanesio, comenzó allí su transculturación. Según una crónica, llegó a ser amigo de Carlos Gardel, con quien formó parte del coro del colegio.
Enfermo de tuberculosis -y siempre separado de su familia- en 1902 fue trasladado a Viedma. Allí inició estudios secundarios como "aspirante salesiano" y en 1904 lo llevaron a Italia. En setiembre de ese mismo año fue recibido por el papa Pío X, ante quien dijo un discurso aprendido después de regalarle un quillango mapuche. Pío X lo bendijo y le dio una medalla.
Unos meses después, en marzo de 1905, su enfermedad empeoró y murió a los dos meses. Dicen que sus últimas palabras fueron "Bendito sea Dios y María santísima. Basta que pueda salvar mi alma, y en lo demás que se haga la voluntad de Dios". Tenía 18 años. Su mamá lejana se llamaba Rosario Burgos y era chilena.
Por la voluntad de Dios lo enterraron en Roma y 20 años después sus restos mortales fueron llevados a Fortín Mercedes, siempre en manos de los salesianos.
La conducta más piadosa debió ser -cumplida ya la misión constitucional de convertir a los indios al catolicismo- la de entregar el cadáver a la familia, pero no fue así. Tal vez por el derecho de conquista, o por la voluntad de Dios, quedaron en Fortín Mercedes.
No obstante, el culto al santito -que lo era, por devoción popular, aunque el Vaticano todavía no lo había reconocido como tal- se concentró en Chimpay, el lugar donde Ceferino nació y vivió hasta que se lo llevaron...
El culto a Ceferino inició su camino al estrellato celestial cuando, iniciado ya el expediente de la beatificación, en 1957 el papa Pío XII aceleró el trámite de la causa. Luego, en 1972, Paulo VI lo declaró "Venerable" y finalmente llegó a la jerarquía de beato el 7 de julio de 2007, por decreto de Benedicto XVI. Era necesario, a ese fin, que Ceferino hubiera realizado un milagro. Lo fue el caso de Valeria Herrera, una joven cordobesa que se curó de un cáncer de útero gracias a la intercesión de Ceferino, lo que significa que pudo conseguir la voluntad de Dios para que el milagro se produjera.
Otro milagro se produjo en marzo del 2008, cuando en un árbol de la localidad de El Trébol, provincia de Santa Fe (gobernada por un socialista) apareció tallada la imagen de Ceferino. Pasó lo que era de esperar: la municipalidad construyó un altar y los vecinos se detienen allí a rezar. Ceferino ya es un santo para la gente y el Vaticano no podrá dejar de reconocerlo, llevándolo al grado máximo del escalafón celestial.
Lo que pasa ahora es que el 26 de este mes se cumple un aniversario más del nacimiento de Ceferino. La fiesta se hace en Chimpay, provincia de Río Negro, donde nació el "Lirio de la Patagonia". Pero los restos, que ya son reliquias, a pedido de sus parientes fueron trasladados hace unos días a la comunidad de San Ignacio, cercana a Junín de los Andes, en Neuquén. Allí descansan, se supone que definitivamente, pero no hay que descartar que, buscando estimular el fervor de los fieles, sean paseados por otras tierras. Eso sucede con las reliquias.
JORGE GADANO
jagadano@yahoo.com.ar