Se nos señala a diario, desde ciertos estamentos del poder político, que la inseguridad que nos agobia es sólo una sensación y no una palmaria realidad.
Por supuesto, esta afirmación -por demás interesada- es indudablemente falsa; la inseguridad no es una mera impresión sino un patente contexto en el cual desarrollamos nuestra vida a diario, al menos hasta que un criminal, de cualquier edad que sea y por alguna de las múltiples razones que luego se aducirán como explicación o justificación de su inconducta, decida segarla. Basta, para confirmar esta hipótesis, recordar los casos Capristo, Pianessi, Pelayes, la niña Rocío o la joven muerta en Buenos Aires luego de ser violada por un abusador sexual alegremente liberado por un incalificable magistrado.
Tampoco es una sensación sino otra ostensible realidad el hecho de que el actual sistema de Justicia -si puede catalogarse de tal, pues lo estrictamente legal no siempre es sinónimo de justo- trabaja más a favor del delincuente que del ciudadano honesto, de donde se desprende la conclusión del título en el sentido de que vamos a un divorcio inevitable entre el sistema legal y la sociedad normativa, aquella integrada por sujetos adherentes a la norma vigente.
Al menos dos, entre varios otros posibles, son pilares destacados que contribuyen a sostener este inaceptable estado de las cosas: a) un corpus legal perimido, anacrónico, ineficaz e ineficiente, que no contiene a ningún espíritu criminal de llevar a cabo su acto delictivo ante el temor de la posible sanción y b) un cuerpo de magistrados y agentes del Poder Judicial que, desde soberbias posiciones totalmente alejadas de la realidad, discuten sin cesar cuestiones meramente teóricas sin sustento empírico alguno.
Esto no es novedad; ya Victoriano Garrido y Escuin lo sostiene en "La Cárcel o el Manicomio", obra que data -préstese atención, por favor- de 1888. Señala este autor, en un parágrafo que aprovecha magníficamente a magistrados que se piensan omnipotentes y capaces de fallar en cuanto se somete a su arbitrio sin más sustento que su propio intelecto: "Uno de los más graves errores que engendra la ilimitada presunción humana es, ciertamente, la de creerse capacitada para dirimir asuntos y competencias en todas las esferas y actividades del espíritu. El carácter enciclopédico que impone y lleva aparejada la vida moderna, la necesidad de abarcar un lado de cada una de las ramas del saber, el ansia devoradora de conocimientos infinitos, arrastran al hombre a creerse sabio y dueño de resolver los más graves, trascendentales y complicados problemas y a querer someter a reglas fijas e invariables, a preceptos generales, lo que es tan vario y múltiple como la vida".
Las palabras de este autor, contenidas en el texto referido hallado, por casualidad, en nuestra riquísima Biblioteca Bernardino Rivadavia, pueden aplicar perfectamente a casos resueltos por agentes judiciales de nuestro país.
Sin ir más lejos, a guisa de ejemplo, podemos citar el fallo del Dr. Mario Lindor Burgos -en insólito acuerdo con la fiscal y el defensor del acusado- que liberara a un abusador sexual confeso quien adujera, en su defensa, hallarse enfermo pero realizando tratamiento; o el manejo judicial que se hiciera del caso de un menor de edad a todas luces intratable, autor indubitado de numerosos hechos aberrantes como la violación de una mujer en la zona del denominado Puente Negro o el ataque a indefensos animales del zoológico local, quien en reiteradas ocasiones fuera devuelto -por imperio de leyes absurdas o de su más irracional interpretación- al seno de una familia igualmente disfuncional o alojado tardíamente en un Instituto de Menores sin las más elementales normas de seguridad para evitar la fuga de este perverso delincuente.
Ambos casos, citados oportunamente en el diario "La Nueva Provincia", nos permiten constatar, una vez más, la irrealidad en que viven legisladores y funcionarios judiciales: los unos, sosteniendo antiguas leyes o generando otras nuevas, todas igualmente inútiles al fin protector de la sociedad; los segundos, cualquiera sea el puesto que ocupen en la estructura del Poder Judicial pero particularmente los magistrados, aduciendo -en insólita defensa de sus tardíos, insostenibles e ilógicos fallos, reñidos con la Ciencia y la Ética- que sólo adhieren a lo que la letra de la ley les marca, rechazando, a una, tanto el clamor social cuanto haciendo caso omiso de aquello que los avances científicos en materia de criminalidad señalan y despreciando, injustificadamente, el aporte de todos los expertos en temas de inseguridad que no pertenezcan a la elite del Poder Judicial.
Elite judicial que, al igual que la política, comparten todo tipo de prebendas y beneficios negados al resto de los ciudadanos, de quienes sólo se acuerdan cuando precisan su voto o se sienten atacados por ellos.
Toda fractura entre el grueso social y los poderes que, teóricamente, debieran representarlo lleva, sin duda alguna, a conflictos que, desatados, pueden alcanzar una violencia insospechada; ya hubo ejemplos en este sentido con la agresión a un fiscal en Buenos Aires.
Resulta pues interesante llamar a la reflexión a políticos en general, y agentes y funcionarios del Poder Judicial en particular, sobre actitudes contrarias a las necesidades sociales; no siempre se tienen segundas oportunidades y, es necesario advertirlo, la masa social está alcanzando un nivel de hartazgo pocas veces visto en cuanto al tema de la inseguridad.
Tengan la plena certeza de que esta última tampoco es una sensación.
ALEJANDRO BEVAQUA (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Médico. Especialista en Medicina Legal
bevaquaalejandro@hotmail.com