Domingo 02 de Agosto de 2009 Edicion impresa pag. 37 > Sociedad
Diario de viaje a un sitio sin tiempo
Un fotógrafo de "Río Negro" recorrió el campo de la familia Quiñelaf, que está próximo al cerro Corona. Desde allí se observa un paisaje desolado y conmovedor en el que, por estos días, las temperaturas alcanzan los 18 grados bajo cero.

Son las cinco de la mañana y me preparo para el viaje. Baño caliente, café, algún noticiero que me cuenta la temperatura en Capital Federal, mientras pienso en el lugar que doce horas después voy a visitar: el campo de los Quiñelaf, próximo al cerro Corona, un lugar donde el tiempo se ha detenido y estas cuestiones de comodidad ciudadana no existen.

Ya en Valcheta el sol comienza a asomar. Cargamos combustible y miramos los celulares como último acto de conexión moderna. Pasando Chipauquil comienza la "trepada". De fondo, en la luneta de la camioneta, se dibuja una escenografía de tonos ocres encerrada en grandes murallas de piedra, resaltando la figura del mallín en Rincón Chico.

Después de andar varias horas llegamos al puesto de don Pazos. El candado en la puerta da cuenta de que el dueño de casa no está. Sólo unas gallinas y los perros nos dan la bienvenida. Ya empezamos a ver las primeras marcas del invierno: la laguna del Azul empuja a la orilla grandes bloques de hielo con formas estáticas producidas por el capricho del frío. Al sur asoma una tormenta.

La monotonía del paisaje va cambiando a medida que nos acercamos al Corona. Las nubes tamizan los últimos rayos de sol en los picos del cerro y los primeros copos de nieve van cubriendo los coirones. A lo lejos, divisamos al fondo del cañadón una pequeña columna de humo. Estamos próximos al puesto de los Quiñelaf. Tres construcciones de piedra se confunden con el paisaje, un mimbre flaco con cueros de chivo colgados a modo de estandarte y una pequeña pila de leña fuera de la casa.

Nos recibe José Luis Quiñelaf con gesto amable. Detrás de media puerta amarilla asoma su mujer Dorotea junto a sus hijos Sebastián y Marisa. Agustín, un amigo y conocedor de este territorio, baja de la camioneta y saluda a José con un apretón de manos.

Aislados del mundo, su única conexión con el exterior es la señal de LU20 de Trelew con sus mensajes al poblador rural. En la penumbra de su cocina la escuchan desde una radio a pilas, conectada a un alambre en la punta de un palo que oficia de antena. Esta señal había anticipado nuestra visita con algo de leña y verduras.

En su rostro se nota hospitalidad y agradecimiento. El viento blanco empieza a soplar y nos invitan a pasar. Dorotea prepara mate, con agua siempre caliente sobre la cocina a leña, único instrumento para calefaccionarse. Le pregunto por su salud y si sabía de la epidemia de gripe A. "Algo escuché en la radio, Dios quiera que no venga", responde juntando las palmas de sus manos, las mismas manos que juntan Paramella, Yerba de la piedra y otras hierbas de la zona con la que combaten los resfriados. "Antes nos visitaban los agentes sanitarios, la última vez nos trajo pastillas para los perros", agrega Marisa. En caso de una emergencia tienen que recorrer 10 leguas a caballo, unas cuatro horas en chasqui hasta Campana Mahuida y tener suerte de encontrar algún vehículo para ser asistidos. La noche cayó y sólo se ven siluetas alumbradas por el fuego de la cocina.

Afuera sigue cayendo la primer nevada del invierno y José nos pronostica que al día siguiente va a estar soleado. Al amanecer, el cierre de la carpa se abre paso en una delgada capa de hielo y nos encontramos con el cielo azul pronosticado por José. A lo lejos se escucha el balar de una punta de chivos acompañados por Sebastián y "Bandido", su perro.

El termómetro marca 18 grados bajo cero y el joven sólo se abriga con una frágil campera estampada en su frente con una leyenda en inglés y botas de goma. Los anfitriones nos avisan que hay tortas fritas y mate.

La amable charla continúa y en sus palabras se nota el orgullo de vivir en ese inhóspito lugar, como también la preocupación de Marisa, por como ese territorio es acechado por capitales que sólo ven el lugar como un buen negocio y que, muchas veces, utilizan métodos no muy santos para hacerse de estas tierras.

Es hora de partir. Nos despedimos y emprendemos el regreso. El Corona vigila a nuestras espaldas. Durante varios minutos marchamos en silencio pensando en este viaje sin tiempo.

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