Frente a la progresiva complejidad de las relaciones sociales y su correlato en las políticas de gestión pública, el universo propio y excluyente del municipio remite cada vez más a lo microsocial, a las necesidades elementales y prácticas de la población, a todo lo emparentado con su vida cotidiana.
Las grandes demandas ciudadanas como vivienda, trabajo, salud, educación, seguridad y esparcimiento involucran al gobierno municipal pero -por una cuestión de escala- deben ser abordadas con ayuda de la provincia y la Nación.
Incluso cuestiones bien domésticas como el tratamiento y disposición final de la basura y las obras de cloacas o pavimento dependen de recursos gestionados.
Pero entre los conflictos de estricta incumbencia municipal -en los que es improbable compartir responsabilidades con ámbitos ajenos-, difícil encontrar alguno con mayor impacto que el manejo y la regulación de la fauna urbana.
Tanto como los baches y el desquicio del tránsito, los barilochenses (y los turistas) padecen la hiperpresencia de perros de todo tamaño y color que deambulan por el espacio público sin control alguno. Puede resultar a primera vista un tema secundario, pero basta con salir a los barrios y en el pleno centro para comprender que la enorme cantidad de canes sueltos está lejos de ser una preocupación estética o sentimental. Constituye más bien un perjuicio a la calidad de vida de la subespecie humana. Y también en la de los animales.
La discusión consecuente deriva hacia la mejor política a aplicar. Si es más útil la castración masiva, la captura y entrega en adopción, los planes de educación extendidos y continuados, el sacrificio en casos puntuales, la sanción a los dueños irresponsables. O todo junto en proporciones sabias y ajustadas.
Lo cierto es que el municipio en el último tiempo ha hecho poco menos que nada. Tiene apenas 28 precarios caniles siempre saturados, desmanteló el grupo de jóvenes encargados de la fiscalización callejera y las campañas de esterilización son tan esporádicas como inútiles.
Complicado esperar otra cosa de una gestión que gasta casi el 80% de sus ingresos en el pago de sueldos y condenó al abandono absoluto otros programas igual o más importantes en materia de deportes, cultura, promoción social, obra pública y ordenamiento del tránsito.
A comienzos de julio el Concejo aprobó por unanimidad una nueva ordenanza regulatoria de la fauna urbana que prohibe la eutanasia (para ajustarse al precepto incluido dos años atrás en la Carta Orgánica) y define como prioridad las campañas educativas y los programas de castración.
El intendente Cascón la vetó luego de atender las objeciones del Colegio de Veterinarios y el departamento provincial de Salud Ambiental. Dijo que la norma es inviable y puso el dedo en la llaga al advertir que no prevé el destino de los perros capturados que nadie desee adoptar.
Los concejales están decididos a ratificar la ordenanza en contra de la opinión de Cascón (ya tendrían los votos suficientes) y reclaman que el Ejecutivo demuestre "decisión política" de abordar el problema.
La principal impulsora del proyecto, Arabela Carreras (SUR), admitió que las recetas allí establecidas "no son una solución para los perros en la calle". Aclaró que las matanzas masivas tampoco.
Según la concejal, con participación de ONG más una publicidad amplia y persistente, podría multiplicarse el número de adopciones. Hoy prácticamente no existen: fueron apenas diez en los últimos 60 días.
Pero en medio de tanta agitación nadie habla claro sobre la cuestión de fondo: qué debe hacer el municipio con los perros que nadie quiere. Que estén sueltos en la calle es un problema de salud pública. Suficiente prueba son las 500 mordeduras anuales, los desparramos de basura en cada esquina, la transmisión de enfermedades y el hambre y maltrato que sufren los propios canes.
El sacrificio es un recurso moralmente detestable. Pero el análisis completo de la situación obliga a considerar -como sugiere Cascón-, que sacar a los perros del espacio público con estricto respeto por su vida llevaría millones de pesos que deberán ser restados a otras obligaciones del Estado, o bien provenir de una tasa específica.
Ahora que el caso Walmart lo sacó del cajón, tal vez allí exista un buen tema para someter a referéndum. Bastaría con dar forma a la pregunta precisa.
De otro modo, el primer plano seguirá absorbido por la disputa entre el Ejecutivo y el Concejo mientras perdura la inacción actual, que es la peor de las soluciones