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A los norteamericanos les encanta decir que su presidente es "el hombre más poderoso del mundo". Puede que en efecto lo sea, pero así y todo tiene que manejarse con muchísimo cuidado, puesto que si procura intimidar a los enemigos de su país, éstos disfrutarán de la solidaridad de muchos que en otras circunstancias quisieran verlos muertos. Es lo que ocurrió cuando George W. Bush estaba en la Casa Blanca: por un rato, hasta un personaje tan sanguinario como Saddam Hussein pudo contar con el apoyo entusiasta de una multitud de progresistas. Sucede que a juicio de los norteamericanos no hay ninguna contradicción entre poder por un lado y popularidad por el otro. Quieren ser a un tiempo los más amados y los más fuertes, una hazaña que eludió a todos sus precursores. Así, pues, al sentirse alarmado por la reacción negativa de los europeos, árabes y otros frente al "unilateralismo" de Bush durante sus primeros cuatro años como presidente, el grueso de los norteamericanos llegó a la conclusión de que la única forma de mejorar la imagen de su país consistiría en adoptar una postura llamativamente más humilde. Es lo que está procurando hacer Barack Obama. Desde consagrarse como "el hombre más poderoso del mundo" está esforzándose por congraciarse con los líderes de regímenes hostiles con la esperanza de convencerlos de que Estados Unidos no es tan malo como dicen, pero al actuar así corre el riesgo de hacerles creer que el "gendarme internacional" ha optado por jubilarse y que por lo tanto el mundo se ha transformado en una inmensa zona liberada en que puedan hacer cuánto se les antoje. Mal que bien, sigue siendo necesario que un país o grupo de países se encargue de mantener cierto orden. Si nadie quiere hacerlo, lo que se inaugurará no será una etapa signada por el respeto mutuo y la voluntad generalizada de convivir en paz sino una plagada de conflictos de todo tipo. Para Obama, el desafío es especialmente difícil porque está acostumbrado a desempeñar el papel del opositor aguerrido del statu quo. Aunque sus instintos parecen ser relativamente conservadores -se formó políticamente entre activistas negros proclives a culpar a sus compatriotas blancos, y en consecuencia al "sistema", por todos los males del mundo habidos y por haber-, el presidente norteamericano todavía no ha logrado sustraerse por completo de la mentalidad así supuesta. Sin embargo, lo que funciona muy bien en su Chicago adoptiva, una ciudad en que el aprovechamiento astuto del rencor de las víctimas, auténticas o no, de la discriminación ajena le sirvió para iniciar una carrera política que sería fabulosamente exitosa, no lo ayuda del todo cuando trata de aplicar el mismo método en zonas tan explosivas como el Medio Oriente, Afganistán y Pakistán. Por el contrario, sus esfuerzos por apaciguar a los islamistas y otros criticando los "errores" que a su entender cometieron sus antecesores, sobre todo Bush, y modificando la actitud de Washington hacia Israel han puesto la región al borde de una conflagración que podría alcanzar dimensiones apocalípticas. Con razón o sin ella, casi todos los israelíes, sin excluir a izquierdistas que son habitualmente muy críticos de los gobiernos de su país y que han mostrado estar dispuestos a ir a virtualmente cualquier extremo para llegar a un acuerdo con los árabes, creen que Obama ha decidido abandonarlos a su suerte, dejándolos a merced del régimen teocrático iraní cuyos voceros no han ocultado su deseo de llevar a cabo un holocausto aún más eficaz que el concretado por Hitler. Sin poder confiar como antes en la protección de Estados Unidos, muchos israelíes se han resignado a que el destino de su país, y su propia supervivencia física, dependerá sólo de lo que hagan ellos mismos. Como resultado, es bien posible que en los meses próximos Israel intente destruir el programa nuclear iraní antes de que sea demasiado tarde. Por motivos comprensibles, no les atrae la alternativa de reconocer el supuesto derecho soberano de Irán de tener una bomba atómica propia: temen que la usaría para aniquilarlos o, si a los líderes de la república islámica no les resultara tan tentador como dan a entender el martirio colectivo, para cubrir las milicias furibundas Hamas y Hizbollah con lo que la secretaria de Estado norteamericana Hillary Clinton llamaría un "paraguas defensivo". Los militares profesionales suelen decir que no hay ninguna maniobra tan arriesgada como una retirada, por táctica que fuera, por sus consecuencias en la moral de las tropas y de la retaguardia civil. Los repliegues imperiales son más peligrosos todavía. Desde la antigüedad, el desmoronamiento, lento o muy rápido, del poder del hegemón de turno ha dado pie a convulsiones a menudo extraordinariamente violentas al procurar otros ocupar el vacío que se ha producido. Si bien parecería que los europeos -salvo los habitantes de los países balcánicos y, a juzgar por sus actividades en el Cáucaso, los rusos- , los japoneses y últimamente la mayoría de los norteamericanos se han persuadido de que siempre es mejor vivir en paz y que en verdad es muy poco probable que sean blancos de un ataque militar, en otras partes del mundo aún abundan los que siguen fieles a las normas tradicionales. Al tomar por síntomas de debilidad las señales ambiguas que está emitiendo el gobierno de Obama, quienes piensan de aquel modo están preparándose anímicamente para aprovechar las oportunidades que creen vislumbrar. En los primeros seis meses de la gestión de Obama, los islamistas han intensificado su ofensiva contra el resto del género humano. En Somalia, Nigeria, Afganistán, Pakistán, Irak y hasta Indonesia se han hecho más frecuentes los ataques suicidas. Aunque los norteamericanos están por salir de Irak, han aumentado mucho la cantidad de efectivos en Afganistán, un país crónicamente anárquico y sumamente corrupto que les será muy difícil pacificar para que puedan proclamarse victoriosos y poco después regresar a casa con un mínimo de decoro. Pero para Obama el dilema más angustiante es el planteado por Irán. A menos que aplique la presión necesaria para obligar a sus gobernantes a olvidarse de sus sueños nucleares, será recordado por sus compatriotas, y por muchos otros, como el hombre que les "permitió" adquirir una bomba atómica y por lo tanto el responsable, por omisión, de todas las catástrofes resultantes. JAMES NEILSON
JAMES NEILSON |
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