La noticia tiene pocos días. Hace frío y la Ruta 231 está cubierta de hielo. Un camión de combustible con acoplado va a llevar gasoil a La Angostura. Patina en el hielo, el conductor pierde el control y el vehículo se cae al lago Nahuel Huapi, derramando unos 40.000 litros de aquel derivado del petróleo que, dicen, venía de Cutral Co. El conductor logra saltar de la cabina y sale con un porrazo. Por suerte no hay víctimas.
Un lamentable accidente, sin víctimas. ¿Es un accidente? ¿No tiene víctimas?
Aquí afirmo que no es un accidente sino un delito. Y tiene una víctima indefensa: la naturaleza, el lago Nahuel Huapi y vaya a saber cuántos y cuáles de sus habitantes no humanos.
No soy jurista y tuve que informarme sobre eso del "delito culposo". Es cuando alguien sabe que su acto -aparentemente inocente- puede tener consecuencias nefastas y lo realiza igual, tal vez confiando en su buena suerte.
Soy conductor de vehículos y hace muchos años que vivo en la zona andina, así que sé reconocer el hielo y que es difícil controlar un vehículo cuando hay hielo. Tengo sentido común, así que sé que un enorme camión es más peligroso de controlar que un automóvil. Soy físico y sé que un acoplado se comporta como la piedra de una honda. Eso se llama "momento de inercia". El conjunto de un camión con su acoplado es, pues, peligroso de manejar y, sobre hielo, es una honda cargada. Si además lleva combustible, es una honda cargada con una granada. Por algo atrás llevan un cartel que nos advierte: "¡Peligro, explosivos!". Pero el que despacha un camión con acoplado, ambos llenos de gasoil hacia un camino cubierto de hielo, hace caso omiso de todo esto: tiene que aprovechar el viaje y, total, no va a pasar nada. Por eso hablo de delito, y de un nivel de ignorancia o de codicia inadmisible. La víctima es esa abstracción que llamamos "medio ambiente". Ahora nos hemos ganado un lago contaminado con hidrocarburos.
Lamentablemente, así es como cuidamos nuestro patrimonio natural. Si hay un bosque, hay que talarlo para sembrar soja. Si hay un glaciar, hay que reventarlo porque debajo hay unos miligramos de oro y hay que vetar toda ley que trate de impedir eso, aunque el Congreso -representante directo del pueblo- lo haya votado por unanimidad. Si hay una ciudad, hay que dejar que crezca sin ninguna planificación ni límites, sin prever que más gente necesita más agua, más gas, más cloacas, más centros de salud, más lugares para circular y para estacionar vehículos, más infraestructura.
Existe una disciplina científica y política a la que propongo ahora darle un nombre: la "antropoecología". Es sólo para subrayar que la ecología nos incluye. Debería ser obvio que la vida sobre la tierra forma una unidad, cuya convivencia nunca fue totalmente pacífica pero era armónica. Ahora el predominio de la especie humana ha llegado a niveles tan graves que se hace necesario recordar a cada paso que la humanidad sólo forma parte de una unidad mucho mayor -y la desgracia tal vez irremediable es que se siente dueña del conjunto desde sus orígenes míticos-. Pero ahora ese dominio puede aniquilarnos a todos o, por lo menos, hacer muy miserable la supervivencia de casi todos, sean humanos o no.
Si hay un parque natural, hay que descuidarlo en vez de manejar su bienestar y evitar que visitantes imprudentes o criminales lo incendien o desparramen semillas exóticas. Si hay unos añosos árboles en la ciudad, hay que talarlos para que el viento circule sin trabas entre la estación del famélico ferrocarril y la famélica terminal de ómnibus. (¿Será para vender, clandestinamente, la madera?) Si hay un río, hay que dejar que lo contaminen y no controlar a las industrias que se establecen a sus orillas. Si hay una Secretaría de Medio Ambiente, hay que degradarla a Subsecretaría y luego cerrarla por razones presupuestarias: no es importante porque de todos modos nadie impondrá sus conclusiones -por corrupción, por desidia o por incompetencia-. Otro caso de dolo eventual.
Pero, eso sí: en los discursos no debe, nunca, faltar alguna referencia al medio ambiente y su importancia. El medio ambiente está de moda. Hay que decir que se lo cuida. Como las palabras crean la realidad, una vez que se habló del tema ya está. Las palabras no son para tomarlas en serio.
Hace algunas semanas un funcionario de Bariloche predijo que, en un par de décadas, la población de la ciudad sería de 400.000 habitantes, de los que un 70% serían pobres. No parece haber dicho nada más. No que semejante futuro sería una catástrofe y lo sería doblemente para una ciudad que vive del turismo. No que esos 280.000 pobres carecerían de trabajo, de casas dignas, de atención médica, de gas natural, de agua corriente, tal vez de luz eléctrica y, por supuesto, de cloacas. No, no dijo nada de eso, ni parecía preocuparle: crecer siempre es bueno en la cosmovisión que nos domina. Más siempre es mejor que menos. ¡Crecer! ¡Crecer!, a cualquier precio y de cualquier manera: a eso se le llama progreso y no colapso?
¡Y mucho cuidado con no caer en el neomaltusianismo! Malthus fue un economista del siglo XVIII que predijo -erróneamente- que un exceso de población superaría la capacidad de producción de alimentos. En aquello de que habría hambrunas masivas tuvo razón: un sexto de la humanidad está desnutrida. Pero lo que no predijo Malthus fueron varias cosas importantes: el progreso tecnológico que multiplicaría la producción de alimentos, la locura criminal -otro delito, aún más grave- de producir combustibles en vez de comestibles -el maíz necesario para producir 100 litros de etanol alcanzaría para alimentar a una persona durante un año entero-. Preferimos llenar el tanque del pudiente en vez de "dar de comer al hambriento y auxiliar a la viuda y al huérfano" (dicho sea de paso, el balance hidrocarburífero de esta sustitución está más que cuestionado), la dudosa aparición de los transgénicos y el uso masivo de agroquímicos. La locura de promover la producción de más y más humanos que ya nacen con terribles desventajas comparativas que les impedirán ser otra cosa que pobres. Para ello, los guardianes de la Verdad (así, con mayúscula) no vacilan en recurrir a mentiras que fomentan el avance del sida, sobre todo en las capas más miserables de la población, en una época en que sólo en el conocimiento y en su aplicación estará la posibilidad de mejorar la condición humana y la del mundo entero. Incluyendo, en primer lugar, el conocimiento de los factores que afectan las condiciones de vida de humanos, colibríes, chimpancés, merluzas y corales. En lugar de fomentar el conocimiento se divide cada vez más el sistema educativo entre pobres y ricos, y sólo éstos tendrán acceso a los conocimientos que les permitirán mantener su dominio.
Otra de las trampas en que no debemos caer es la teoría de la conspiración. No falta quien afirma que todas las nuevas enfermedades -desde los cuatro sobres con esporas de ántrax del 2001 hasta la gripe aviar y ahora la porcina- constituyen una gran conspiración para controlar la población humana. El hambre y las guerras son más eficientes para eso. Salvo el sida en África, donde los tratamientos se hacen inaccesibles por su costo, las tasas de mortalidad de aquellas enfermedades son muy bajas -salvo la gripe aviar, de la que ya nadie habla-. Sólo el 1% de los que contraen la gripe porcina muere. Como método de control poblacional es muy ineficiente. En el siglo XIX la tasa de mortalidad del cólera era del 50% en Europa? pero la infección con sida en África sí puede acabar con su población en dos generaciones, aunque eso sea evitable con un poco menos de codicia. Pero las multinacionales farmacéuticas tratan de prohibir la producción de las drogas genéricas.
Por otra parte, es cierto que la población africana ha aumentado más que la del resto del mundo y el hacinamiento está en la base de gran parte del agravamiento de los enfrentamientos, que son provocados o aprovechados por los occidentales ávidos de los recursos naturales de un continente que en su momento se subdividieron fríamente y a cuya posesión no han renunciado, muchas veces con la complicidad local. Del medio ambiente africano se habla poco, pero muchas especies de animales y plantas son explotados con la misma irresponsabilidad que entre nosotros los calamares o las merluzas -o el gas y el petróleo-.
Esta nota empezó con un simple "accidente" local debido a la irresponsabilidad de algunos y ha ido derivando hasta la antropoecología africana, un largo camino, por cierto. ¿Necesita esta deriva una justificación?
TOMáS BUCH (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Tecnólogo generalista