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Herencia pesada | ||
Durante décadas imperó en nuestro país una modalidad política aberrante según la cual gobiernos "populares" hacían gala de su irresponsabilidad fiscal con la seguridad de que su sucesor, que en aquellos tiempos se suponía sería militar, tendría que encargarse de la tarea muy antipática de reducir los gastos, lo que garantizaría que tarde o temprano la ciudadanía sintiera nostalgia por los días en que sus gobernantes se negaban a preocuparse por algo tan despreciable como los números y por lo tanto votara nuevamente por los artífices de la crisis de turno. Por fortuna, ya no hay ninguna posibilidad de que los jefes de las Fuerzas Armadas se sientan tentados a tomar el poder, pero esto no quiere decir que todos los políticos civiles hayan aceptado que también les corresponde a ellos modificar su conducta. Por el contrario, fiel a las tradiciones en la materia del ala del movimiento en que militan sus jefes, el gobierno actual que, como suele recordarnos la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, inició su gestión en mayo del 2003, ya ha preparado para su sucesor una herencia que es comparable con las peores de otros tiempos. En opinión del economista y ex ministro de Educación, Juan J. Llach, "quizá nunca... se había llegado a los extremos de los últimos seis años, por la magnitud, la opacidad y, sobre todo, la flagrante inequidad de un sistema centralista de captación de rentas y de reparto discrecional de subsidios y privilegiadas exenciones de impuestos". Por lo demás, al privilegiar por encima de todo el consumo inmediato sin inquietarse en absoluto por la inversión, el gobierno ha descapitalizado el país. En cuanto al sistema de subsidios y exenciones impositivas enmarañado para el sector privado que creó, según Llach ha llegado a totalizar 68.600 millones de dólares, o sea, más que el dinero invertido "en el mismo período en la suma de sectores tan relevantes como educación, cultura, ciencia y técnica, salud, agua potable y saneamiento, vivienda y desarrollo urbano", además de asistencia social, "el seguro de desempleo y los salarios familiares". El presunto propósito del reparto de dinero público así supuesto era impedir que subieran los costos de distintos bienes y servicios, pero el método elegido sólo ha servido para crear una situación insostenible. Por motivos electoralistas el gobierno kirchnerista aumentó drásticamente el gasto público, pero lo hizo de tal manera que, lejos de beneficiar a la mitad más pobre de la población, la ha condenado a un futuro de mayor pobreza aún. Como Llach señaló, el "modelo" kirchnerista se basa en la distribución discrecional de ingresos "excedentes" que se originaron "en cálculos de recursos intencionalmente subvaluados". Cuando la economía crecía a tasas chinas, los presupuestos elaborados por el Ministerio de Economía preveían una expansión mucho más modesta que la anticipada a fin de quedarse con una masa enorme de dinero que, merced a los superpoderes otorgados por un Congreso dócil, podría gastar a su antojo, de ahí la tristemente célebre caja gubernamental. Al frenarse en seco el crecimiento, dicho "modelo" dejó de funcionar, pero por miedo a las consecuencias políticas de un cambio de rumbo abrupto el gobierno sigue actuando como si sólo se tratara de algunos problemas coyunturales menores. Por desgracia, éste dista de ser el caso. Bien antes de diciembre del 2011, el país tendrá que afrontar los costos altísimos que le ha supuesto el cortoplacismo kirchnerista. Tal y como están las cosas, pronto tendremos que importar más petróleo y gas de lo que seamos capaces de exportar, además de carne, leche y trigo. El desaguisado económico fenomenal que han producido los Kirchner plantea al resto del país un dilema nada sencillo. Por razones comprensibles, los líderes opositores quieren que los Kirchner mismos se encarguen de solucionar los problemas más graves que han creado, pero a menos que, el "diálogo" mediante, logren obligarlos a enfrentarlos, tendrán que resignarse a que el estado de la economía siga agravándose, con todos los riesgos así acarreados, pero si los presionan con vigor excesivo, correrían el riesgo de desencadenar una nueva crisis institucional equiparable con la que siguió a la implosión de otro "modelo", el basado en la convertibilidad. | ||
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