| Hechos recientes, protagonizados por figuras políticas, reiteran modelos comunicativos distantes de las demandas ciudadanas. En realidad lo ocurrido hace semanas, en distintos puntos de la geografía física y humana, no está alejado de los estándares discursivos acentuados en la reciente campaña electoral para legisladores nacionales y en las evaluaciones pos comiciales. La vieja consigna familiar “no hablar de terceros” y menos en público, o la recomendación bíblica “no juzgar para no ser juzgados” se cambió por el persistente comentario devaluativo del otro, la incorporación de vocablos descorteses, de mal gusto, sicalípticos dirigidos, se presume, a agradar a las audiencias mediáticas. Todo sin un mensaje explicito o subyacente que incluya ideas superadoras. ¿Qué pueden hacer los maestros frente a esta ola incontinente de agravios inapropiados en la formación infantil? Un tema abandonado no obstante declamaciones a favor de la educación formal como valor superlativo. Queda evidenciada la nulidad de convicción que el receptor advierte y que lo conduce a la no credibilidad del discurso público. La desconfianza, incertidumbre y negación traducen sentencias tales como “todo es falso” “Qué manera de...” que se absorben como válidas en la convivencia cotidiana. La crispación actual es, en parte, producto de la falta de fe en la comunicación emitida por los necesarios dirigentes políticos. No se envían señales claras, asequibles, con planes o programas a futuro. Los mensajes recibidos se descartan o su decodificación se torna aberrante. La comunidad de intereses, plataforma básica del acto comunicacional no se constituye. Deben existir, para que ello ocurra coincidencias mínimas en la interpretación de los problemas. En los mensajes colectivos, dirigidos a audiencias heterogéneas, las voces suenan, en la mayoría de las oportunidades, con el agregado del famoso “ruido” en la comunicación. Los ruidos, se sabe, pueden ser técnicos o semánticos. Los últimos son los más difíciles de superar ya que provocan descalabro en la construcción de la alocución desde su vaguedad, incertidumbre, inmoderación. Una suerte de agresión psíquica. Se conforma un acto comunicacional violento, que estimula incomodidad, no acrecienta la apertura cultural del receptor. Derrumba la capacidad de creer en el otro. Angustia al hombre/mujer que día a día se siente más solo, desamparado. Muchos ciudadanos expresan el deseo de concluir con esta comunicación trivial, que subestima la capacidad de los oyentes. ¡Déjennos de tomarnos el pelo! ¡Queremos creer! ¡Necesitamos confiar! Son demandas que recorren la interacción humana en mesas familiares, reuniones y encuentros. No es novedad que los actores principales de la actividad política planifican su futuro. No acaban de obtener una posición y ya expresan su intención de acceder a otro escalón más significativo. Incluso algunos, a horas de llegar a una meta, manifiestan esa intención, con la consiguiente decepción de sus seguidores. La carrera de ascensos se observa como imparable. La intención de esos protagonistas no transmite más que logro personal. La formulación verbal de propósitos se basa, en su mayoría, en la crítica con argumentación “ad hóminem“. Los grandes temas y conflictos de la sociedad no están en la agenda y su enunciación se limita a lo que todos juzgan como universales ineludibles: pobreza, salud, inclusión, exclusión, seguridad. ¿Quién puede no acordar prioritario este repertorio, más frente al esplendor de una cámara de televisión? El cómo se hace no ingresa al texto del mensaje. La comunicación de los conflictos debe apoyarse en verdades descarnadas. Igual las propuesta para enfrentar y resolver las cuestiones de fondo. ¿Cómo hacerlo si lo único que se hace es tejer una red de comentarios sin diagnósticos surgidos de equipos dedicados la investigación técnica y científica que permitan pensar el país con noción estructural de progreso? La comunicación y la cultura son inseparables. Está a la vista de todos. La forma de comunicarnos pone de relieve la crisis que transitamos. | |