La realidad escribió un guión fílmico y en varios capítulos. El primero comenzó a escribirse a las 9.53 del lunes 18 de julio cuando un coche-bomba derrumbó el edificio de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) en Buenos Aires, provocando 85 muertos y más de 200 heridos. Entre los protagonistas de esta historia figura Wenceslao Brito, por entonces un joven estudiante de radiología nacido en Viedma, quien salvó su vida de milagro.
La feroz detonación ocurrió en Pasteur 633, casi Viamonte, a menos de una cuadra de su residencia. Justo a la vuelta del departamento 7° F . "Ese día no lo voy a olvidar más -recuerda- porque estaba engripado y unos minutos antes bajé a la calle para comprar pañuelos. Sin embargo, presumí que no tenía un ´mango´ en el vaquero y volví sobre mis pasos".
Reingresó al departamento practicando la testarudez de sacarse las zapatillas. Del living se dirigió hacia el baño y comenzó a hurgar en los bolsillos de un pantalón.
Transcurrieron 15 años de aquel suceso, y conserva como si fuera hoy, la réplica del estampido que ocasionó la explosión.
Sin medir el tiempo, apunta: "Todavía tengo grabado el eco. No se puede explicar. Es una sensación muy especial. El violento estallido me hizo atravesar el cuerpo por una ventana de silencio prolongado como si fuera un lugar de paz". El paso posterior que describe es que "se te viene el mundo encima, y uno se convierte en el contenido de coctelera, y como si todo terminara en el fondo de un pozo que se abre hacia las profundidades de la tierra". El edificio se trepó a la hamaca. Brito estaba dentro, observando con las manos en la cabeza cómo le volaban las aberturas, y una lluvia de vidrios y esquirlas que atravesaban por un túnel. Le jugó a favor que el estallido lo encontró en el sanitario, cuyo ventanal, estaba ubicado sobre el pulmón de la manzana edilicia.
Observa que "en la guerra uno se prepara mentalmente para todo tipo de sobresaltos, pero de golpe y porrazo, cuando en ese barrio del Once nunca pasó nada, lo único que pude hacer luego del ruido, fue tirarme contra la pared del baño y convertir a mi cuerpo en una bolita". Atormentado, pensó lo peor. "Dije ya está ... me regalé ... porque pensé que el edificio se caía y me había llegado la hora" de morir.
Al retornar de ese cono de silencio en fracción de segundos, el entorno era desorden y griterío. Ganó velozmente la calle hacia el hall de entrada que ya había desaparecido. En medio del humo, el olor a gas de las cañerías averiadas y la convulsión, descubrió que su panadero había fallecido. Luego se dirigió hasta la esquina de Pasteur y Viamonte para asistir al propietario de una mercería, un judío ortodoxo que gemía entre escombros, tras ser aplastado por una cortina metálica. Tomó una camilla junto otros improvisados socorristas y lo trasladó al Hospital de Clínicas, trepó a la montaña de arena en que se había convertido el edificio de Pasteur y bajó a una persona que pendía de una saliente de cemento. "Mi carrera en la Cruz Roja me dio cierta tranquilidad. Fui y vine varias veces, un periodista de ATC me interrumpió el paso para preguntarme qué había pasado, no le dí pelota y seguí a las carreras, la gente aún sufría tirada por todos lados. Era un caos total y con una montaña de escombros, y en la cima ví cómo un médicó operó a un señor que estaba atascado", señaló en retrospectiva.
A la media hora no aguantó más. El Clínicas estaba desbordado : "Me rayé y pedí auxilio en la Casa de Río Negro donde trabajaba. Mis compañeros me trasladaron a una clínica para que me apliquen calmantes", señaló. A la noche buscó refugio en la casa de un amigo. Allí destapó heridas en la planta de los pies. Cuando se colocó las zapatillas no se dio cuenta que las astillas habían inundado su interior.
"Yo ni sabía qué era la AMIA, pasaba todos los días para ir a estudiar a la Cruz Roja y tampoco entendía el motivo por el cual siempre había un patrullero frente a la puerta. Antes del atentado fumaba mucho. Me cambió la cabeza, comenzás a valorar la vida de otra manera. El destino estaba marcado, si me hubiese quedado en la vereda, hoy no estaría aquí", concluye.
Brito nunca supo qué ocurrió con las personas que rescató. Tampoco una averiguación judicial requirió de sus servicios. Jamás pisó esa cuadra del barrio del Once, de activa a fantasmal. Las imágenes de cada capítulo repiten para el conjunto de la sociedad cada capítulo y exhiben un epílogo, a diferencia del contexto que muestra un proceso judicial, poco esclarecedor de la masacre. Por ahora una infinita impunidad.
POR ENRIQUE CAMINOS
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