A fines de 1998 estuvo entre nosotros, con un nuevo tomo bajo el brazo, el politólogo italiano Giovanni Sartori. El libro, con llamativo título de "Homo videns" (hasta el entonces presidente Carlos Menem se manifestó impresionado por el latín), ganó inmediatamente la atención pública y fue muy discutido entre los interesados en política, particularmente en relación con dos de sus temas: la pérdida de influencia de los partidos en cuanto a soporte de la democracia y la omnipotencia de la televisión para imponer ignotos candidatos. Éste era, efectivamente, uno de los muchos aspectos críticos del trabajo. En consideración más amplia, Sartori se dolía ante la evidencia de que la primacía de la imagen y la desaparición del pensamiento abstracto, la substitución del "homo sapiens" por el "homo videns", estaba produciendo un cambio muy negativo en la cultura cívica de nuestros países.
Respecto de la cuestión de cómo actúa la televisión en la democracia, Sartori señalaba dos aspectos principales: por un lado contribuye al oscurecimiento de la manera tradicional de hacer política y a la desaparición de las bases necesarias para el funcionamiento de un buen sistema democrático. Ponía como ejemplos el norteamericano, donde el régimen de partidos se muestra muy débil, y el italiano, donde un Silvio Berlusconi llega al poder sin tener un partido fuerte que lo respalde pero contando con grupos de comunicación poderosos. Globalmente, la cultura televisiva produce una sustitución del razonamiento por la imagen, el público deja de apreciar idearios políticos y compra personas en figura.
Otra referencia personal obligada en este tema es Neil Postman, talentoso profesor de la New York University y cuestionador clásico del impacto de la televisión en el mundo actual. Su libro "Technopoly. La Rendición de la Cultura a la Tecnología" es un texto habitual de discusión en el posgrado de Ciencia-Tecnología-Sociedad de la Universidad de Stanford. Trata de un modo amplio cómo nuestra cultura actual tiende a adoptar inmediatamente tecnologías sin pensar en sus implicaciones, sin una meditación sobre preguntas como ¿quién específicamente se beneficia con el desarrollo de una nueva tecnología? ¿Qué sector, qué tipo de persona, qué clase de industria se verá favorecida? Y, por supuesto, ¿qué grupos de personas serán en su consecuencia perjudicadas, quiénes serán los perdedores?
Uno de los últimos libros suyos analiza específicamente realidades como la de que la televisión ha cambiado la naturaleza del debate público y en la política reina ahora el entretenimiento, no la reflexión. Partiendo de lo más general (que estudia en "Technopoly") se lamenta en "Amusing Ourselves to Death" ("Divertirse hasta morir" en la edición española) de lo que califica como el hecho cultural más importante en la segunda mitad del siglo XX: la declinación de la era de la tipografía y el ascenso de la era de la televisión. La desdicha es que, mientras la palabra impresa por su propia naturaleza demanda lógica rigurosa, la televisión, con su énfasis en imágenes rápidas y en reportajes livianos, no lo hace. Esto es importante en consideración a la necesidad absoluta del discurso político serio, tradicionalmente vehiculizado por la prensa escrita.
Comentando la fina línea que existe entre el "show business" y lo serio, alertaba sobre el hecho de que los avisos comerciales han adquirido influencia decisiva en la difusión de cuestiones políticas del mundo moderno. Estos avisos impactan generalmente en emociones, no en la razón. Especulan con las necesidades de la audiencia según apreciaciones comerciales. Se convierten en redundantes los valores de la representación política, ya que el representante se adapta al medio y, más que debatir, fundamentar ideas y propuestas, trata de "quedar bien", ser agradable, encontrar eficacia mediática. Un buen político se mide por sus valores de comunicación audiovisual: buena imagen, sonrisa, gestos, simpatía. Lo que importa es la apariencia del candidato; la cosmética reemplaza a las ideas.
Justo pocos días antes de su muerte en el 2003 y en momentos en que se clausuraba en California el proceso electoral para gobernador, Postman anotaba como lamentable el hecho de que un candidato a regir uno de los estados más poderosos de la Unión (el fisiculturista y "Terminator" Arnold Schwarzenegger) anunció que participaría en una discusión televisiva sólo una vez y bajo sus condiciones. Entonces, refiriéndose a la modalidad tradicional de los diálogos políticos, recordaba el debate clásico que sostuvieron en 1858 -ante una audiencia en vilo y durante muchas horas- los candidatos presidenciales Abraham Lincoln y Stephen Douglas, un antecedente que sirve en el país como un verdadero modelo pedagógico (mencionado abreviadamente "LD" o "LD debate") que se estudia en universidades por su mérito en ideas y valores, en lógica y filosofía.
Con pasión de profesor y melancolía de sabio historiador, Postman declaraba en "Divertirse hasta morir" su temor a que la gente dejase voluntariamente de pensar por sí misma, a que la televisión estuviese creando un "Nuevo Mundo Feliz" como el de Aldous Huxley. En sus palabras sobre este autor: "Al fin él estaba tratando de decirnos que lo que afectaba a las personas en el ´Brave New World´ no era que estuvieran riendo en lugar de estar pensando, sino que ellos no sabían de qué se estaban riendo y por qué habían dejado de pensar".
HÉCTOR CIAPUSCIO (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Doctor en Filosofía