La indignación que periódicamente motiva el "descubrimiento" de que una parte sustancial de la población está hundida en la pobreza puede considerarse un síntoma de la frustración que tantos sienten por lo que toman por una paradoja en un país dotado de recursos naturales abundantes. Es que tarde o temprano, todo gobierno nacional se ve convertido en blanco de las denuncias de quienes lo acusan de indiferencia frente al fenómeno, lo que es injusto, puesto que hasta los regímenes militares entendieron que les convendría hacer de la Argentina un país más igualitario aumentando los ingresos de los millones que vivían al borde de la miseria. El gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner no pudo ser una excepción a esta regla de la política nacional. Aunque los funcionarios kirchneristas han procurado defenderse aludiendo a las medidas concretas que han tomado para aliviar las penurias de los pobres, sus adversarios están concentrando su fuego en un flanco mucho más vulnerable, el supuesto por la escasa confiabilidad de las estadísticas confeccionadas por el INDEC. De no haber experimentado el país el brote inflacionario que ha sido registrado por todas las consultoras privadas, los oficialistas podrían argüir que el poder de compra de los sectores de ingresos bajos ha cambiado poco en los años últimos, pero sucede que ni siquiera aquellos sindicalistas que apoyan con más fervor al gobierno creen que las cifras del INDEC se aproximan a la realidad. Por lo tanto, es verosímil la afirmación del titular de la Pastoral Social de la Iglesia Católica, monseñor Jorge Casaretto, de que el índice de pobreza es mucho más alto de lo que harían suponer las estadísticas oficiales. Mientras que según las cifras más recientes difundidas por el organismo que corresponden al año pasado, el 15,3% de la población se encontraba por debajo de la línea de pobreza -para superarla, una familia tipo necesitaba percibir más de 982 pesos mensuales- Casaretto dice que en la actualidad la cifra real se acerca al 40%.
Como ya es tradicional en estas ocasiones, los voceros opositores se afirman escandalizados por el aumento de la pobreza. Algunos han opinado que para "luchar" contra ella habría que poner en marcha programas asistenciales como el propuesto por la Coalición Cívica, que consistiría en dar una asignación universal de 200 pesos mensuales por hijo a cambio de la escolarización y el cumplimiento con los controles sanitarios. Por su parte, los dirigentes del PRO quieren programas "focalizados". Aunque en el caso poco probable que fueran instrumentados, tales iniciativas podrían servir para mitigar la situación en la que se encuentra casi la mitad de los aproximadamente 40 millones de habitantes del país, una eventual solución, en cuanto una sea posible, de la más de centenaria "cuestión social", dependería de reformas destinadas a permitir que los que en otras sociedades podrían valerse por sí mismos superen los obstáculos que aquí los mantienen marginados.
No se trata de un problema fácil. Incluso en países como Suecia está aumentando la cantidad de personas cuyos ingresos no alcanzan para soportar un nivel de vida que, según las pautas locales, puede considerarse digno. En casi todos los demás Estados ricos, la pobreza afectaba a un porcentaje al parecer creciente de la población aun antes de que la crisis internacional comenzara a eliminar empleos.
No es que los gobiernos fueran reacios a gastar más dinero en programas sociales -algunos repartieron el equivalente de miles de millones de dólares en un intento de garantizar a todos un ingreso adecuado-, sino que los cambios socioeconómicos de los años últimos han perjudicado a los incapaces de desempeñar tareas propias de una época dominada por el progreso tecnológico constante. Con el propósito de impedir que la brecha entre ricos y pobres siga aumentando, los gobiernos de los países avanzados han procurado ampliar las oportunidades educativas, pero los resultados han sido decepcionantes, ya que en todas partes hay un núcleo duro que, por los motivos que fueran, no ha estado en condiciones de aprovecharlas. Por desgracia, en nuestro país el núcleo duro así supuesto ha adquirido dimensiones muy grandes, de suerte que reducirlo resultará aún más difícil de lo que sería en el mundo desarrollado.