En un pequeño bar de Navacerrada, un parroquiano interrumpe la deglución de un churro mojado en café con leche para observar la repetición en cámara lenta de la carrera que acabó con la vida del joven madrileño Daniel Jimeno Romero.
Las corridas de San Fermín constituyen un rito ancestral de la tradición española que despierta pasiones encontradas.
Los comentaristas, movileros y enviados especiales a Pamplona no ahorran en adjetivos a la hora de describir el último aliento del chaval. Las primeras planas de El País, El Mundo, ABC, El Público y La Razón reproducen la cruenta imagen del joven languideciente calificando al hecho como tragedia o infortunio.
Morbo y polémica
El morbo se alimenta con ferocidad de la decimosexta víctima en 85 ediciones de las fiestas vascas.
Tras breves minutos de luto y llanto se desata la polémica. Los que están en favor del encierro lo defienden con uñas y dientes argumentando que "lo sagrado no se toca", "que no se debe poner coto al libre albedrío" y que "encerrar el riesgo entre cuatro paredes sería convertir a San Fermín en un parque temático".
Los que lo denostan sostienen que en los toros "se humilla a una criatura viva que no sabe por qué está allí ni lo que le espera y que, asustado y aturdido, sólo quiere huir del lugar".
Por su parte, el Ayuntamiento local desde su página web advierte que "el encierro entraña un grave riesgo y que la masificación que padece lo hace todavía más riesgoso".
El curioso instructivo que se entrega a los temerarios corredores paradójicamente reza: "Está prohibido citar a las reses o llamar su atención detrás de ellas así como agarrarlas, hostigarlas o maltratarlas".
La conciencia social ibérica tiene fuertemente arraigado el concepto de la asunción del riesgo y de la culpa de la víctima, pues "nadie ha obligado al chaval a estar allí".
Ello es una verdad tan cierta como que cada año son más los turistas, juerguistas y empresas de todo el mundo que concurren a este singular evento de nueve días de duración.
Sin embargo, las ventajas económicas que tal presencia masiva conlleva no son acompañadas por una política de socialización de riesgos que dé respuesta, en alguna medida, a los daños que el festín genera.
La cultura del toro
La culpa no es del toro, sino de quien le da de comer. Decir que quien mata es el toro, es propio de un facilismo inadmisible. ¿Quién ha puesto al toro allí contra su voluntad? ¿Quién ha provocado y azuzado al animal? Pues entonces, en esta forzada relación ¿quién es la verdadera bestia?
El bravo animal ha perdido la batalla de antemano. Es el único que no tiene opción. La desigualdad dibuja los contornos de una falsa contienda.
El inocente homicida perderá su oreja, antes de yacer en la plaza de toros ante el escarnio popular.
Podrá decirse entre copas que tratar seriamente este tema es propio de aguafiestas y que en definitiva todo se reduce al respeto por las particularidades de cada cultura.
Pues bien, si de ello se trata, he de preferir la cultura del toro quien aun ante su ocaso no ha sido indiferente a la vida, ha respetado su naturaleza y se ha revelado ante la opresión de los más fuertes.
MARCELO ANTONIO ANGRIMAN (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Abogado. Procurador. marceloangriman@ciudad.com.ar