El que tantos se hayan sentido gratamente sorprendidos por la convocatoria de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner a un "amplio diálogo entre todos los sectores de la vida nacional" nos dice mucho sobre el estado anímico del país, pero sería prematuro tomar su aparente voluntad de permitir que otros la ayuden a "definir firmemente el rumbo económico, político y social" por evidencia de que el gobierno entiende que en adelante no tendrá más alternativa que la de buscar la colaboración de los distintos grupos opositores. La reacción positiva puede atribuirse en parte al consenso de que la palabra "diálogo" fue borrada del léxico presidencial no bien comenzó su gestión y en parte a que, por motivos comprensibles, los muchos personajes que esperan participar de los encuentros planeados por el gobierno se sienten halagados por la invitación oficial a desempeñar lo que supondrán será un rol significante en los asuntos nacionales. He aquí una razón, acaso la principal, por la que "los diálogos" formales propuestos por el gobierno de turno cuando se siente demasiado aislado siempre merecen la plena aprobación de los voceros de una multitud de agrupaciones.
Aunque todos los políticos, incluyendo a aquellos que, como dijo el senador reelecto Carlos Reutemann, ostentan "medallas ganadoras" debido a su propio desempeño o el de sus apadrinados en las elecciones legislativas, se afirmaron más que dispuestos a "dialogar", parecería que lo que tiene en mente Cristina es reducir todavía más el papel de los partidos puesto que la lista de invitados a "una misma mesa" está encabezada por los presuntos representantes de las finanzas, la industria, los servicios, la energía, el campo, los trabajadores y los que "hasta ahora no consiguieron trabajo", o sea, es de suponer, los piqueteros. Se trataría, pues, de un ensayo corporativista similar a los organizados por otros gobiernos en apuros. Tales reuniones se han repetido con cierta frecuencia a través de los años. En ocasiones han servido para difundir la ilusión de que por fin el país estaba por cerrar filas detrás de un "gran acuerdo nacional", "pacto social" concertado o "gran paritaria nacional", pero pronto se hizo evidente que las coincidencias alcanzadas eran meramente verbales, ya que incidieron muy poco en la realidad. Aunque siempre es positivo que intercambien ideas quienes ocupan puestos de relieve en asociaciones profesionales, lobbies empresarios, sindicatos obreros e incluso los llamados "movimientos sociales", la larga experiencia del país en la materia hace pensar que sería un error esperar que las confabulaciones resultantes dieran pie a una especie de plan maestro que pusiera fin a los desencuentros y las divisiones que a veces plantean una amenaza a la paz social. Para que ello ocurriera sería necesario comenzar con la conformación de partidos políticos amplios y fuertes comparables con los de los países más estables del mundo desarrollado y que, claro está, procurarían dirimir sus diferencias en el Congreso, que es el ambiente representativo por antonomasia. Mal que bien, los "sectores" económicos y sociales convocados por Cristina no podrán sustituirlos.
De todos modos, luego del varapalo que acaban de recibir en las urnas, los Kirchner no están en condiciones de seguir tratando a ciertos "sectores" con el desprecio autoritario que durante años ha sido su marca de fábrica. Mal que les pese, tendrán que "dialogar" con los financistas, comerciantes, empresarios productivos y productores rurales, entre otros, aunque sólo fuera porque muchos han dejado de prestar atención a los intentos del ubicuo secretario de Comercio Guillermo Moreno de obligarlos a respetar los precios fijados por el gobierno. Por lo demás, la pareja gobernante nunca abandonó el "diálogo" con los sindicalistas más poderosos, como el camionero y jefe de la CGT Hugo Moyano y con aquellos piqueteros que han hecho gala de su fe oficialista. Puede que la relación estrecha entre el gobierno y dichos aliados haya contribuido a asegurar "la gobernabilidad", pero no ha ayudado en absoluto a hacer más llevadero el clima de crispación que se propagó por el país en la segunda mitad de la gestión de Néstor Kirchner y que se hizo aún menos respirable poco después del inicio de la de su esposa.