A fines del año pasado se difundió con rapidez desconcertante la sensación de que los "líderes del mundo", es decir, los mandatarios de los países considerados más importantes, no tenían la menor idea de lo que estaba ocurriendo. Peor aún, tampoco parecían entender mucho sus asesores, hombres y mujeres que, a juzgar por las distinciones académicas que ostentaban, deberían estar en condiciones de explicarles exactamente por qué el sistema financiero internacional se comportaba de manera tan alocada, pero que no supieron prever el colapso financiero ni el impacto feroz que tendría en países tan virtuosos como Alemania.
Poco ha cambiado desde entonces. Aunque los líderes del Grupo de los Ocho, y los de los Veinte que sueña con desplazarlo, se esfuerzan por brindar la impresión de que todo está bajo control, no pueden sino ser conscientes de que para ellos el futuro resulta tan opaco como lo es para el que más. Por su parte, los economistas profesionales siguen procurando convencernos de la validez de sus preferencias particulares.
La incapacidad de los gobiernos de los países a un tiempo grandes y ricos, además de Rusia, para manejar con solvencia la economía planetaria, no los ha hecho moderar sus pretensiones. Por el contrario, en la "cumbre" que acaba de celebrarse en la localidad italiana de L´Aquila -un lugar que, dadas las circunstancias es apropiado, está ubicado en una zona montañosa y sísmica-, los Ocho se comprometieron a hacer algo mucho más ambicioso: impedir que la temperatura global aumentara más de dos grados, hazaña que creen posible con tal de que se reduzca drásticamente la emisión de los notorios gases invernadero. Con la excepción de aquellos autócratas del pasado que, con la ayuda de hechiceros, augures, arúspices, chamanes y otros especialistas en las artes negras daban a entender que hasta la naturaleza les rendía pleitesía, los Ocho son los únicos gobernantes que se han animado a formular una promesa tan extravagante.
Los políticos, sus asesores y los funcionarios que les sirven suelen ser tan vulnerables a la moda de turno como cualquier adolescente. Obligados por su oficio a adaptarse a la opinión pública, en Europa y América del Norte, quieren hacer pensar que comparten lo que suponen es el consenso de que la industria pesada está detrás del sinfín de calamidades que nos aguardan. Sus homólogos de China y la India discrepan: intuyen que hasta que su propio nivel de vida se haya igualado con el norteamericano y europeo, prestarán más atención a la pobreza que al hipotético aporte de sus fábricas y plantas energéticas al cambio climático. Desde el punto de vista de los asiáticos, les corresponde a los ya ricos dejar de llenar el aire de contaminantes. Pese a los costos fabulosos que la limpieza industrial les supondría, algunos occidentales como Barack Obama parecen resueltos a intentarlo.
Muchos científicos no están del todo convencidos de que las variaciones climáticas recientes se hayan debido a las actividades humanas, pero desde que Obama reemplazó al "negacionista" George W. Bush en la Casa Rosada, casi todos sus congéneres de los países más prósperos se han convertido en militantes verdes. Puede que sus conocimientos meteorológicos sean exiguos, pero no están dispuestos a preocuparse por un detalle tan insignificante. Para ellos, la prioridad consiste en mostrar que están al mando, en parte por una cuestión de amor propio, en parte por temor a lo que pudiera suceder si sus compatriotas pensaran que sólo se trataba de una ilusión. Si no pueden hacer mucho para que la economía mejore su conducta, por lo menos podrán salvar al planeta del calentamiento.
Felizmente para los gobernantes actuales y para sus sucesores, es por lo menos posible que en el 2050 la temperatura global sea inferior a la actual, aun cuando hayan resultado totalmente vanos los intentos de prohibir la emisión de las sustancias presuntamente responsables de calentarlo. Si bien se ha incrementado últimamente la cantidad de gases carbónicos, etc., que infestan la atmósfera, en lo que va de la década inicial del tercer milenio el planeta se ha enfriado levemente. Si dicha tendencia no se modifica, en el 2050 los Ocho o sus equivalentes estarán celebrando cumbres en las que hagan gala de su voluntad férrea de luchar contra la amenaza de una nueva Edad de Hielo, pesadilla ésta que asustaba a generaciones anteriores de activistas climáticos.
A los meteorólogos les es bastante difícil pronosticar la temperatura de mañana, de suerte que es poco razonable esperar que nos digan con precisión científica lo que pasará en los cuarenta años próximos. Asimismo, los modelos computarizados que usan los futurólogos climáticos han demostrado ser excesivamente propensos a producir resultados que sirven para conformar los prejuicios de quienes los alimentan de datos, creando catástrofes muy satisfactorias para los alarmistas y un panorama edénico para los escépticos. En este ámbito, los prejuicios pesan mucho más que los hechos comprobados.
Sea como fuere, en diversos períodos del pasado la temperatura global era más elevada de lo que es hoy en día, lo que dio pie a épocas signadas por la prosperidad, mientras que las etapas frías se caracterizaban por guerras y hambrunas. Por lo tanto, puede argüirse que, de concretarse el calentamiento que según quienes suministran ideas y consignas a los gobernantes está en marcha, las consecuencias distarían de ser tan desastrosas como dicen los resueltos a frenarlo.
Nadie en sus cabales puede estar en favor de la polución, pero esto no quiere decir que si manifestamos más respeto por el medio ambiente no sólo disfrutaremos de los beneficios de un mundo menos sucio y más salubre sino también de un clima previsible.
Por ahora, no hay ningún consenso científico en torno de las razones por las que períodos prolongados de frío alternan con otros de calor, pero la idea de que todo sea culpa de la industria -aunque las vacas emiten más gases carbónicos que la mayoría de los países- es claramente irresistible para los decididos a creer que la civilización moderna es esencialmente maligna y que el género humano está asesinando a la madre tierra.
También puede entenderse el odio que sienten tales militantes por los herejes que dicen que los cambios climáticos están directamente relacionados con las vicisitudes del Sol, una estrella que ni siquiera el político más megalómano aspiraría a disciplinar.
JAMES NEILSON