Damián (25) sólo recuerda que su boca era un médano. Que en el medio del caos rogaba por agua y volvía a desvanecerse. Pablo (31) no era Pablo. Estaba desfigurado y fue uno de los primeros en entrar en el hospital de San Luis capital. Roberto Hevia, padre de Damián y tío de Pablo, murió en el nosocomio preguntándose qué había pasado con sus familiares. Marcelo Salinas tenía 18 años cumplidos, media hora antes del accidente le había cambiado el asiento a su tío para dormir más cómodo y por una jugada macabra del destino recibió el impacto directo del choque con un camión y perdió la vida en forma instantánea. Una de las últimas cosas que vieron fue un partido de su amado Cipolletti.
La tragedia ocurrió hace exactamente 14 años cuando un grupo de hinchas albinegros volvía desde San Juan, donde Cipo había jugado un cotejo definitorio con San Martín. (ver aparte)
Damián y Pablo recuerdan cada segundo del partido, cuando llegaron al estadio, el "minúsculo" espacio asignado para los visitantes, que debían tener reflejos felinos para esquivar las naranjazos, y una sensación que los inquietaba: "si Cipo ganaba no salíamos de allí", dicen hoy.
Luego, el viaje y la tragedia que le cambió la vida a dos familias. Damián estuvo grave y regresó a Cipolletti días después, enyesado del pecho a los pies. Pasó un año en silla de ruedas y varios meses visitando al psicólogo. Facundo, su hermano mayor, también estaba en el colectivo y aunque sólo sufrió golpes, presenció escenas desgarradoras. Pablo (Escudero) se recluyó en su casa porque odiaba la imagen que le devolvía el espejo. Lo único que nunca dejaron de hacer es ir a la cancha.
"Yo volví a La Visera un mes después del accidente. Fui en silla de ruedas a la platea y me estaba esperando Pablo Parra con una camiseta firmada por el plantel". Damián lo recuerda como un gran gesto, igual que haber bautizado la tribuna principal del estadio con el nombre de su padre y de Salinas. Pero no se olvida que la dirigencia de aquel entonces (con Jorge Galavanesky a la cabeza) "prometió cosas que no cumplió", desde mandar una ambulancia para buscar a los heridos graves a San Luis hasta hacerlo socio vitalicio.
La pasión es un sentimiento irrefrenable, incluso para los miedos y las tragedias. Es un motor interno que dispone y moviliza, una herencia no documentada. "Nunca culpé a Cipolletti por la muerte de mi viejo. Algunos de mis familiares sí, porque pasó casi sin motivos, había que buscar un culpable. Es más, creo que su muerte me unió más a la camiseta. Fue un legado", explica Damián, mientras enreda sus dedos con la barba y ríe porque su madre (Mónica Escudero) "siempre estuvo celosa de ´Cipo", porque su padre "era un loco del club y estaba todo el día hablando de eso, hacía cualquier cosa por viajar y no perderse ningún partido".
"Tito" era uno de los comerciantes más conocidos de la ciudad. En su kiosco el tema por excelencia era Cipolletti y fue uno de los encargados de organizar la caravana hacia San Juan.
Por eso fueron varios los hinchas y amigos que se comunicaron para recordar la fecha. La tragedia fue el peor golpe para el mundo albinegro. A muchos de ellos los paralizó, a otros los alejó por un tiempo del fútbol, Damián sólo culpa al destino por haber puesto un camión frente a ellos aquella fría madrugada.
"Los colores son demasiados importantes, por eso seguimos viajando, por eso nuestra pasión jamás se apagará. Es una cuestión de herencia, que viene de la cuna", explican los primos.
Juan Carlos es el papá de Marcelo. A 14 años del peor momento de su vida dice que no tiene rencor, sí mucha bronca y que nunca pisará La Visera. Cree que el fútbol le quitó un hijo, aquel que llevaba en su auto cuando Cipo jugaba de visitante aún sin compartir la misma pasión.
El destino le jugó una mala pasada a los Salinas, por varios lados. Ese viaje era el primero que el Ñato hacía sin su padre, el Pelado. Fue con su tío Gustavo Castro, con quien cambió de asiento (viajaban en la primera fila, del lado de la puerta) minutos antes del accidente para estar más cómodo.
"No tengo odio contra el club Cipolletti, a pesar de que nunca nos brindó ningún tipo de apoyo, pero a la cancha nunca fui y nunca pienso ir. Por ahí cuando vengo a casa y paso por afuera del club, y está la puerta abierta, paso a mirar la placa. Es muy duro para un padre perder a su hijo, creo que hasta que no le pasa a uno, no toma real consciencia de lo que significa", cuenta Juan Carlos, que desde que se casó vive en el barrio Arévalo, sobre O´Higgins, la misma calle donde están los accesos a la Visera, y a muy pocas cuadras de su casa.
A pesar de que compartían muchas cosas, el fútbol no era uno de ellas, pero igual el Pelado siempre lo acompañaba.
"Lo llevé varias veces en mi auto para ver a su querido Cipolletti, y justo al de San Juan me dijo que se quería ir en colectivo, pero en uno tranqui, no con la barra. Era muy tranquilo, pero tenía dos pasiones, Cipolletti y los fierros. La semana antes del accidente le habíamos comprado un 147, su primer auto. Lo había mandado a polarizar, pero lo terminaron un rato después que salió el colectivo, así que ni lo pudo manejar", dice Juan Carlos.
El mexicano Juan Villoro, en su libro "Dios es redondo", hace una lúcida explicación de la pasión futbolera: "Una vez elegido el club que determina el pulso de la sangre, no hay camino de regreso. Es posible que el fútbol represente la última frontera legítima de la intransigencia emocional; rebasarla significa traicionar la infancia, negar al niño que entendió que los héroes se visten de blanco o de azulgrana. Nuestra inconstante realidad acepta mudanzas de ideología o vocación para ajustarse a las del sexo o religión después de alguna terapia. Pero es difícil traicionar ´la recuperación semanal de la infancia´. ¿Quién, que haya depositado la ilusión en un equipo, puede entender un cambio en la adultez, esa fase que el fútbol intenta abolir?".
Damián, Pablo y Facundo piensan ser niños por siempre. (S.B/J.P)