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El 28 de junio, mientras se desarrollaban los comicios en nuestro país, la noticia de un "golpe de Estado" en Honduras dejó a muchos analistas políticos perplejos, aunque con un sesgo de incredulidad, como si estuvieran frente a un hecho anacrónico e inoportuno muy difícil de procesar en un contexto donde toda la atención pública estaba centrada en el proceso eleccionario que se daba a lo largo y ancho de nuestro país. Finalizada la elección, el gobierno, que había plebiscitado explícitamente su gestión y no tuvo la suficiente entereza para reconocer su derrota y propiciar los cambios que le impusieron las urnas, insólitamente decidió ocuparse personalmente de la crisis institucional de Honduras, como si la agenda que le queda pendiente en nuestro país fuera una cuestión baladí. Obviamente, no sólo me refiero a la crisis económica y política que transita el propio país que preside sino a la emergencia sanitaria que va in crescendo, agravada por la falta de acción del Estado y su doloso silenciamiento antes de las elecciones. La presidenta Fernández de Kirchner, que sin lugar a dudas tenía mejores excusas que los presidentes de Brasil y de Chile -por ejemplo- para mantener una prudencial distancia del conflicto de Honduras, en lugar de enviar a un embajador y dedicarse a enfrentar la írrita agenda que le imponen nuestras realidades, prefirió emular a su homólogo Chávez de Venezuela y capitanear de cuerpo presente el pedido de restitución del depuesto presidente de Honduras, Manuel Zelaya, quizás apostando a que esta circunstancia pudiera levantar suficiente humo internacional como para distraer la crisis que posee en su propio país. País que, a la luz del resultado de las urnas, cada vez más lejos está de consentir un eventual ingreso al ALBA, grupo liderado por Chávez e integrado además por Bolivia, Ecuador y Cuba, al cual se iba a sumar Honduras de la mano del depuesto presidente Zelaya. Sin lugar a dudas, la impronta de Chávez como elemento desestabilizador en Latinoamérica tiene que ver con las características propias de su plan hegemónico en la región, al cual denomina Revolución Bolivariana. Evidentemente, arduo le resultaría a él mismo, y por lo tanto a los países que decidan acompañarlo en su aventura neopopulista, si existiera alternancia en el poder. En efecto, no es casual que en todos los países miembros del ALBA se haya reformado la Constitución para que sus mandatarios puedan ser reelegidos indefinidamente (menores análisis resiste Cuba, cuya alternancia de liderazgo no se practica desde hace más de 50 años). En el caso puntual de Honduras, la situación es un tanto más compleja y este aspecto es el punto nodal de su crisis. Veamos, el artículo 239 de la Constitución de Honduras prohíbe la reelección presidencial y prevé una sanción específica para quien infrinja esta manda constitucional; textualmente reza el artículo aludido: "El ciudadano que haya desempeñado la titularidad del Poder Ejecutivo no podrá ser presidente o designado. El que quebrante esta disposición o proponga su reforma, así como aquellos que lo apoyen directa o indirectamente, cesarán de inmediato en el desempeño de sus respectivos cargos y quedarán inhabilitados por diez años para el ejercicio de toda función pública". Evidentemente, la manda constitucional trata de evitar que los sucesivos gobiernos utilicen el mecanismo de la reforma constitucional para perpetuarse en el poder. A mi criterio, nada hubiera impedido al depuesto presidente Zelaya propiciar una reforma de la Constitución en este sentido, pero no desde su posición de primer mandatario sino desde un lugar de simple ciudadano, como podría haber sido luego de que terminara su mandato constitucional en el 2010. Claro que esta circunstancia no le era propicia ni a él y sus intenciones de prolongar su mandato ni al propio Hugo Chávez, ya que la incorporación de Honduras al ALBA dependía de que Zelaya pudiera mantenerse en el poder por otro período. El referéndum que pretendía llevar adelante el depuesto presidente de Honduras para reformar la Constitución y poder ser reelegido era una postal que ya conocían los hondureños y toda América Latina, el famoso "sí" que las urnas le dieron primero a Chávez en Venezuela, luego a Morales en Bolivia y a Correa en Ecuador fue el detonante del "impeachment" que destituyó a Zelaya. El rechazo que ha recibido de la comunidad internacional es comprensible ya que, a esta altura de nuestra historia, no pueden tolerarse los golpes de Estado, ni en Latinoamérica ni en ninguna nación del mundo, pero considero que la decisión de la OEA de asimilar esta situación a los golpes de Estado militares que se suscitaban en los años setenta, sin detenerse a analizar las realidades y los mecanismos constitucionales de ese país, fue un tanto apresurada e imprudente, si consideramos que existe un mecanismo constitucional que instó el procedimiento de destitución, un gobierno de transición de corto plazo presidido por el presidente del Congreso (Roberto Micheletti), a quien correspondía asumir el cargo por sucesión constitucional, y que la decisión contó con el respaldo de la Corte Suprema de Justicia y del comisionado nacional de Derechos Humanos (ombudsman) de ese país. Evidentemente, las características propias de este episodio merecían una mirada prudente que tratara de poner paños fríos a la crisis y no una estocada internacional coloreada por los ímpetus belicistas de Chávez, que lo único que hacen es generar más inestabilidad y desasosiego en un país que reclama a los demás países, y principalmente a Chávez, que no se inmiscuyan en sus asuntos internos cuyas desavenencias, a su tiempo, él mismo se encargará de juzgar y eventualmente condenar. Si apresurada e imprudente consideré la decisión de la OEA, a quien Chávez recurre cuando le conviene y denuesta cuando le cae en ganas, menos feliz me resulta la presencia de nuestra presidenta en tal escenario, a quien -por cierto- Chávez exalta cuando le cae en ganas y descalifica cuando viaja a Brasil. LUIS VIRGILIO SáNCHEZ (*) Especial para "Río Negro" (*) Abogado
LUIS VIRGILIO SáNCHEZ |
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