| ||
EN CLAVE DE Y: En clave de tristeza | ||
Es común caracterizar al invierno como una estación "triste", quizás porque hay un natural retraimiento de las actividades al aire libre, porque la naturaleza -salvo en esos lugares privilegiados donde la nieve y el verde resplandecen- asume ese tono marrón grisáceo que une agua, bardas y cielo. ¿Dónde estás, invierno azul y sol resplandeciente de la Patagonia? Ahora esta tristeza no es la común. En un contraste dramático entre la vocinglería competitiva de los medios masivos en torno de la gripe en su última versión, titulando muertes, casos, perorando este y aquel especialista, anunciando nuevas medidas del gobierno, la vida, nuestra vida cotidiana, bajó un tono. O varios. Camino despacio aprovechando un solcito tenue. Lejos del rumor característico de los mediodías, del tránsito desbocado, de niños y jóvenes derramándose de las escuelas a las calles, todo ellos guardapolvo y mochila, risas y empujones, reina una suerte de cámara lenta. Todos los inviernos hay vacaciones. No es raro este intervalo de cierta calma. Esto es otra cosa. Lejos -todavía- de esas ciudades que definieron emergencia total y autoaislamiento, la mía conserva ciertas puertas abiertas, se siguen anunciando espectáculos, si bien algunos, masivos, se han -¿cómo es la elegante expresión?- "reprogramado". Igual que la invasión estudiantil a los centros típicos. Así que observo menos supercolectivos, menos gente en los supercolectivos, menos gente en los colectivos comunes, menos gente en las paradas, en las tiendas, en... sí, estamos más bien puertas adentro. Esta vez no es la delincuencia. Es un estado de sitio impuesto por un pequeño mutante, que toma nombres comunes o complicados, y vaya a saber los que habrá que bautizar aún, y que provoca en el inconsciente colectivo cierto pánico ancestral. Ah, esas imágenes espantosas de los peregrinos durante la peste negra, en la Edad Media. Los relatos aún frescos de la fiebre amarilla, apenas caminando el siglo XX. Imaginario reforzado por las plagas contemporáneas, el HIV, los inventos genético-militares, las series y películas cada vez más numerosas sobre estos tópicos, de la mano con la mayor cantidad de bodrios sobre el diablo, el hijo del diablo, la novia del diablo, el mal, el terror innominado? ¡párenla! Y después, hipócritamente, el ceñudo periodista, la severa conductora, dice maestrilmente: haaaay que teneeer cuidaaaado, no páááánico, con gestitos de la mano incluidos, pasemos a otro tema, ¿qué hacemos con los festivales de Michael Jackson? ¿Se parte el peronismo? Pero, ¿estaba unido? Vaya. Y mientras, se agotan los barbijos, bastante inútiles por cierto, el alcohol-gel, excelente negocio fácilmente sustituido por jabón y agua frecuente? Y en los bordes del sistema, allí donde el conglomerado humano no tuvo ni tiene alcohol-gel ni protección alguna en su cotidianeidad de aguas estancadas, promiscuidad, mosquitos y larvas varias, tampoco tiene estadísticas. ¿Quién sabe lo que pasa, lo que pasó en este territorio en emergencia permanente? Estas imágenes danzan juntas, como se las arregla el alma para hacer, dificultando seriamente la tarea de convertirlas en lenguaje comprensible. Todas estas imágenes y más -mientras el solcito se va ocultando detrás de una ominosa nube-, porque estoy sentada en una plazoleta que mira a una farmacia febril, a una parada de colectivos raleada, a un colegio o dos cerrados. Y me voy levantando para cruzar despaciosamente una calle que, en circunstancias normales, sería una actitud suicida. Pero gente y móviles ralean. ¡Hasta se puede cruzar una avenida con tranquilidad! No sé si me gusta. No, no me gusta. Esta paz falsa, esta tristeza, esta preocupación sin ocupación, este apartarse unos de los otros (más que siempre, aunque estuviéramos hacinados) no me gusta. Pasará, dicen. Estamos en el máximo de la curva. ¿Y después? Después, el dengue. Eso dicen. Dicen tantas cosas?
MARíA EMILIA SALTO | ||
Use la opción de su browser para imprimir o haga clic aquí | ||