Lunes 06 de Julio de 2009 12 > Carta de Lectores
Poder blando e impotencia

Según el presidente norteamericano Barack Obama, no era del interés de su país criticar la represión violenta de las protestas de centenares de miles de iraníes contra el fraude electoral porque brindaría al régimen de la llamada "república islámica" un pretexto para acusar a Estados Unidos de ser responsable de los disturbios callejeros que siguieron al anuncio del supuesto triunfo, por una mayoría abrumadora, de Mahmoud Ahmadinejad. Por dicho motivo, la reacción inicial del "líder del mundo libre" frente a la represión fue decididamente tibia, pero al difundirse imágenes de la extrema brutalidad de las milicias oficialistas se vio obligado a afirmarse horrorizado por las muertes ocasionadas, aunque se cuidó de cuestionar la legitimidad de los resultados electorales. De todos modos, su intento de convencer a Ahmadinejad y los religiosos que detentan el poder en Irán de que Estados Unidos no quería hacer nada que pudiera ser interpretado como una intervención solapada no sirvió para mucho: como es su costumbre, culparon automáticamente al "gran Satán", y a Obama, por todo lo sucedido. Así, pues, lo único que logró Obama fue desalentar a quienes están rebelándose contra una dictadura sectaria rabiosamente hostil al Occidente que, como hicieron saber a través de los carteles escritos en inglés que llevaban en las manifestaciones gigantescas que protagonizaron, suplicaban al menos el apoyo moral de los líderes de los países democráticos. Y lo que fue más humillante aún para el orgullo norteamericano, dirigentes europeos como el francés Nicolas Sarkozy y la alemana Angela Merkel no titubearon en criticar con contundencia la conducta del régimen teocrático iraní.

Una de las muchas paradojas actuales consiste en que hoy en día los más resueltos a promover la democracia en países regidos por totalitarios suelen ser conservadores, mientras que progresistas como Obama se oponen a los esfuerzos en tal sentido en nombre del "realismo". Conforme a éstos, siempre será contraproducente entrometerse en los asuntos internos de países de tradiciones muy distintas de las occidentales, de suerte que lo más sensato sería limitarse a negociar con los regímenes existentes. Tal actitud, similar a la resumida por el presidente norteamericano Franklin Roosevelt cuando dijo que si bien el dictador nicaragüense Somoza era "un hijo de perra" era "nuestro hijo de perra", caracterizó durante muchos años la política hacia América Latina de los mandatarios conservadores de la superpotencia, lo que contribuyó enormemente a desprestigiarla en toda la región. Asimismo, una causa del antinorteamericanismo que es típico del "mundo musulmán" es precisamente la voluntad de Washington de apoyar a los regímenes tiránicos de países como Arabia Saudita y Egipto.

A esta altura, Obama no puede sino haberse enterado de que no le será dado congraciarse con Ahmadinejad, el "líder supremo" Khamenei y compañía. Lejos de aprovechar la oportunidad para reconciliarse con Estados Unidos que les ofreció Obama, la han rechazado con desprecio, reafirmando su compromiso con un programa nuclear ya avanzado. Tampoco se ha mostrado dispuesta a ver en el gobierno norteamericano "un socio" la dictadura feroz de Corea del Norte. Por el contrario, al igual que el iraní ha endurecido radicalmente su postura al impulsar con más ahínco todavía su propio programa nuclear. Tal y como están las cosas, pues, antes de que Obama haya completado cuatro años en la Casa Blanca tanto Irán como Corea del Norte estarán en condiciones de intimidar a sus vecinos con armas atómicas, aumentando de este modo el peligro de que en cualquier momento estallen conflictos de consecuencias realmente catastróficas. Y como si la perspectiva así abierta no fuera bastante alarmante, también existe la posibilidad de que el arsenal ya sustancial de Pakistán caiga en manos de fanáticos religiosos que serían bien capaces de utilizarlo sin preocuparse en absoluto por su propio destino. Por desgracia, el deseo comprensible de Obama de persuadir a la opinión mundial de que su gobierno no se asemeja en absoluto a aquel de su antecesor, George W. Bush, parece haber envalentonado a los enemigos acérrimos de la democracia occidental al dar una impresión no de equilibrio maduro sino de debilidad.

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