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PUERTO PRÍNCIPE (AFP) - Tihaití es uno de los barrios más humildes de Puerto Príncipe; un muestrario de los problemas más estremecedores de uno de los países más pobres del mundo, en donde miles de personas viven hacinadas sin baño, luz o agua, en un triste recordatorio del olvido y la desesperanza. En creole, la lengua local de raíces francesas, Tihaití quiere decir "petit Haití", el "pequeño Haití", como si fuera un juego de palabras sobre lo que es este rincón de la capital haitiana: una colección de las dificultades más acuciantes que enfrenta la población. Ubicado al noroeste de la capital, Puerto Príncipe, a Tihaití no se puede entrar sin compañía de una ong o de los cascos azules de la ONU que patrullan el lugar. Aun así, el visitante se ve inmediatamente rodeado, casi fagocitado por una multitud de mujeres y niños desesperados que piden lo que sea y pronuncian sin cesar la palabra "mangú", hambre, mientras se llevan la mano a la boca y a sus barrigas hinchadas. Muchos de sus habitantes combaten la falta de alimento con unos "bizcochos" de arcilla secados al sol. Se desgranan fácilmente en la boca, y mezclados con agua, se hinchan y engañan al estómago. Zona baja e inundable, el llano encharcado y barroso por el que se extiende Tihaití exhibe por miles las casillas de lata en las que sobreviven apiñados sus pobladores, que carecen de todo servicio público y -como otros haitianos- penan cada día por conseguir algunos litros de agua potable. El único curso de agua del lugar, imposible de divisar debajo de toneladas de botellas de plástico y basura flotando si no fuera por los cerdos que se bañan allí, separa los caseríos de una iglesia evangélica, a la que sólo se puede llegar por un endeble puente de madera. En medio de la miseria circundante, la construcción aparece sólida y solitaria; un resguardo de la esperanza que permita escapar, aunque sea por un momento, a una realidad de indigencia y abandono que desgarra el corazón. Frente al pequeño templo, un grupo de jóvenes gastados por la vida termina de desmontar el chasis de un auto, cuyos restos venderán para obtener algunas monedas. Dentro de la modesta edificación, unas 20 personas endomingadas cantan y leen la Biblia bajo guirnaldas de colores. La señora Moscles Mason acudió como cada domingo con su marido, que es carpintero, y su hijo de 5 años. Cuenta que intentó salir de la realidad de miseria de Tihaití, pero no lo logró. "Yo estudié para ser periodista, pero no funcionó y abandoné. Ahora no hago nada. Mi marido gana muy poco", dice. "Querríamos cambiar de barrio, pero no tenemos dinero", añade, esforzándose por hablar en francés. La mujer, de 33 años, asegura que "sería difícil" vivir en el barrio sin la presencia de las tropas de la ONU, aunque preferiría que su hijo no tuviera que ver los operativos que estos militares realizan contra delincuentes, pues "a veces son agresivos". Tihaití, pegado a la tristemente famosa Cité Soleil, una de las zonas más violentas de Haití, supo ser un barrio extremadamente peligroso durante los enfrentamientos que estallaron en el 2004, antes y después de la salida del poder de Jean Bertrand Aristide. Aun con la presencia de la ONU, el infierno que alguna vez fue el lugar está lejos de convertirse aunque más no sea en purgatorio. Aquí no hay empleo. Muchos niños caminan desnudos por las calles sin nada que ponerse y la única apuesta es a la modesta educación que brindan escasas escuelas públicas que funcionan atiborradas. Las enfermedades infectocontagiosas están a la orden del día y lo único que cuenta cada mañana es conseguir un plato de comida. Flacos, desnutridos y con la mirada perdida, muchos habitantes del lugar son un testimonio ambulante del sufrimiento que padecen. En medio de la miseria, cada cual se aferra a lo que puede para seguir adelante, como bien resume la señora Moscles Masón: "Nos ayuda venir a la iglesia. La palabra de Dios es lo que nos alimenta aquí". MAURICIO RABUFFETTI AFP
MAURICIO RABUFFETTI |
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