Si bien pocos creen que Néstor Kirchner haya leído los escritos de Carl Schmidt, al iniciarse su gestión como presidente algunos eruditos señalaron que su forma de gobernar parecía basarse en las recomendaciones del jurista predilecto de los nazis que había sostenido que la misión central de la política consiste en identificar al enemigo. Sea como fuere, el método elegido rindió sus frutos. En el 2003, la mayoría estaba más interesada en vituperar a los presuntos responsables de las penurias nacionales que en atenuarlas, razón por la cual las embestidas furibundas de Kirchner contra militares, jueces menemistas, empresarios extranjeros del sector energético, economistas "neoliberales", los funcionarios del Fondo Monetario Internacional y otros le sirvieron para erigirse en el político más popular del país por un margen muy amplio.
Para seguir funcionando el método schmidtiano que hizo suyo, Kirchner necesitó disponer de una cantidad inagotable de enemigos convincentes. Por lo tanto, una vez despachados los malos de la primera hora se sintió obligado a encontrar otros nuevos, de ahí los intentos de transformar a chacareros pobres en oligarcas insensibles, a periodistas en generales de un ejército mediático golpista y a cualquier político que se negaba a continuar acompañándolo en un traidor infernal. Como pudo preverse, andando el tiempo Kirchner se vería frente no a una minoría poco popular que prefirió recibir su castigo en silencio, sino a una proporción creciente de los habitantes del país. Aunque muchos lo rechazarían por entender que la intolerancia maniquea que subyace en su estrategia política es estéril, los habría que a su modo compartirían la tesis de Schmidt. Para éstos, el enemigo a batir sería el propio Kirchner. No todos se conformarán con haberlo humillado. Muchos querrán tratarlo como él ha tratado a los demás.
La confusa y malhumorada campaña electoral que concluyó el domingo marcó el fin de una fase y el comienzo de otra. Kirchner y su esposa parecen creer que sólo ha sido cuestión de un mal momento del que les será dado recuperarse, puesto que la gente sabrá que ellos no son los culpables de todas las desgracias nacionales, pero la verdad es que escasean motivos para suponer que las fortunas de la pareja ya hayan tocado fondo. A menos que logren reconciliarse con la ciudadanía, lo que les queda de su capital político se liquidará muy pronto, dejándolos sin nada. En tal caso, sería reducida la posibilidad de que Cristina Fernández de Kirchner consiga mantenerse en la presidencia hasta diciembre del 2011. Tal y como están las cosas, lo único que podría salvarla del "helicóptero" que figura en las peores pesadillas de los kirchneristas es el temor generalizado a una nueva crisis institucional de consecuencias imprevisibles.
Los augurios no son buenos. La pingüinera ya está bajo sitio. Los resueltos a ver cambios genuinos ya se han alzado con la cabeza del hasta hace poco mandamás aeronáutico Ricardo Jaime. Ahora van por la de Guillermo Moreno, el personaje empleado por Néstor Kirchner para intimidar a los empresarios. Después se pondrán a hostigar a Julio De Vido, según quienes no lo quieren el cajero de los Kirchner; a Amadeo Boudou, quien últimamente parece desempeñar una función similar; a Ricardo Echegaray, el flagelo de los productores rurales, y a otros personajes polémicos vinculados con el gobierno. Por lo demás, ya antes del recambio previsto para el 10 de diciembre, el Congreso podría privar a los Kirchner de aquellos superpoderes que les han permitido manejar la economía como si formara parte del patrimonio conyugal.
Mientras tanto, los gobernadores provinciales reclamarán más federalismo, los "barones" del conurbano buscarán desquitarse por haberse visto constreñidos a participar en la farsa testimonial, y no hay garantía alguna de que Daniel Scioli logre consolidarse como jefe del aparato pejotista contra la oposición de disidentes por lo pronto liderados por Francisco de Narváez. Si los Kirchner procuran frenar la sangría, correrán el riesgo de agravarla. Si la presidenta se resigna a un papel meramente simbólico, lo que le significaría prescindir de la ayuda tóxica de su marido, el resto de la clase política se preguntará si realmente le conviene al país tolerar un gobierno débil e inoperante por dos años más. Y para hacer aún más incómoda la situación de Cristina, se atribuirá el deterioro económico que con toda seguridad se hará notar no tanto a los ramalazos de la debacle internacional, cuanto a los errores cometidos por su esposo y por la banda de aficionados como Moreno que se ha puesto a su servicio.
Los caciques peronistas de todas las variantes tienen la misma prioridad: impedir que su movimiento pague los costos de la ola antikirchnerista que en los meses próximos se abatirá sobre el país. A fin de minimizarlos, se distanciarán cada vez más de los santacruceños. En la actualidad, el peronismo organizado es una aglomeración cuya única razón de ser consiste en que brinda a los dispuestos a sumarse a ella una escalera por la que pueden trepar a puestos lucrativos y, desde su punto de vista, prestigiosos, de suerte que sería poco razonable suponer que siguiera leal a un líder que no está en condiciones de asegurarles votos ni dinero. El domingo pasado, el electorado se las arregló para dejar saber a los peronistas que Néstor Kirchner sí es un piantavotos, ya que, los cortes de boleta mediante, los "testimoniales" recibieron 200.000 más que él. En cuanto a la caja, los días en que estaba tan llena que el gobierno podía comprar la lealtad no sólo de mandatarios peronistas sino también de radicales y aristas ya se han ido.
Fue gracias a la precariedad de las instituciones políticas del país que los Kirchner disfrutaron de algunos años de hegemonía discrecional, de ahí la falta de interés de Cristina en cumplir con su promesa electoralista de hacer un gran esfuerzo por fortalecerlas. Fue otro error: la presidenta, que con la ayuda entusiasta de su marido se dedicó durante años a sembrar vientos, debería haber sabido que sin poder apoyarse en instituciones firmes se quedaría a la merced de la próxima tempestad política que se ensañara con la sociedad, pero los dos confiaban tanto en su propia capacidad para hacerse obedecer que no les preocupaba que ellos mismos pudieran estar entre los sepultados si se desmoronaba el edificio que los cobijaba.
JAMES NEILSON