Y no precisamente en Dinamarca -como sostuvo el príncipe Hamlet (en una mala traducción) en la obra homónima del genial Shakespeare- sino mucho más cerca, en nuestro propio terruño.
Finalizado el espectáculo eleccionario, apaciguado transitoriamente el ánimo de los adversarios hasta la próxima contienda electoral, éstos cierran la profusión de locales partidarios abiertos para la ocasión y desaparecen de la escena, no de suyo para trabajar silenciosamente en pos del bien común, sino sólo para restañar sus heridas luego de la derrota o festejar la victoria, y comenzar a planear -luego de recomponer fuerzas, y dicho esto en más de un sentido- sus estrategias con miras a posicionarse adecuadamente para el 2011; pronto, muchos ciudadanos ocupados en el diario subsistir olvidarán las promesas preelectorales de los diversos candidatos, incontables de ellos ignotos personajes favorecidos al amparo de las perversas listas sábana, que se esfuman no bien terminó el día de los comicios y sólo prestan, de allí en adelante, su voto a quien más convenga.
Atenuado el fárrago de estas elecciones, proveniente, por ejemplo, no de profundas ideas y proyectos debatidos en un marco de respeto sino, por el contrario, de acusaciones cruzadas de todo tipo entre los diversos partidarios de uno u otro credo, vuelve a surgir con fuerza el hedor de mil problemas irresueltos, entre ellos, el omnipresente de la inseguridad cotidiana en la que nos hallamos inmersos y empujados hacia el fondo por aberrantes fallos de la Justicia.
Hablando de memoria, todavía se agitan en la mía espantosos hechos de sangre como los de los señores Capristo, Pelayes o Pianessi, o espeluznantes aberraciones como las ocurridas a la niña Rocío en Coronel Dorrego, o la joven violada y asesinada en Buenos Aires por un criminal sexual absurdamente liberado por un incapaz magistrado.
Tampoco puedo impedir que mis recuerdos vuelvan, una y otra vez, a fallos irracionales y desatinados a los que, asombrosamente, nos han acostumbrado innumerables juezas y jueces de nuestro país; resoluciones -por supuesto- técnicamente impecables y jurídicamente inatacables, aunque los resultados emergentes de las mismas fueran desastrosos para las víctimas y los firmantes de dichos dictámenes no tengan nunca que responder por sus errores. ¿Por qué? Porque nuestros doctos magistrados no cometen errores; ellos sólo se ciñen a la norma, prescindiendo de toda lógica científica que pueda contradecir sus ideas.
En este sentido, he sostenido en abundantes ocasiones que, de ser cierto el adagio que reza que los magistrados sólo hablan por sus fallos, sería preferible que éstos, en muchos casos, permanecieran callados, pues sus palabras sólo insultan nuestra inteligencia y atacan, desde una posición de soberbia incomprensible, nuestra misma esencia de ciudadanos.
La ciencia, tan menoscabada por políticos y magistrados, no sólo sirve para resolver determinadas dificultades puntuales sino, además, para encarar, por ejemplo, la problemática entre individuo y sociedad, o entre dirigentes y dirigidos; es decir, la ciencia como tal, si bien entendida, no puede escindirse de la Filosofía y la Ética. Y la única forma en que una actitud ética puede volverse contagiosa es cuando parte de lo más alto de la escala social, cuando hay figuras ideales a las que imitar por parte del resto de los ciudadanos.
Por una simple cuestión de ser ciudadanos y no meros habitantes de nuestro país, por la inseguridad que cada día nos azota con más fuerza, por la tranquilidad que debemos recuperar para poder construir nuestro futuro en paz, porque es nuestro derecho, debemos, a partir de ahora, ser implacables en el reclamo a nuestros dirigentes, a aquellos que se postularon y fueron electos sobre la base de infinitas promesas, para que cumplan con ellas. Y pertinaces en la vigilancia de nuestros magistrados; que su necesaria independencia, que su autonomía en el decidir -como bien señala el prof. Dr. Humberto Lucero- sobre nuestra libertad, honra y patrimonio -y por qué no, sobre nuestras vidas- no signifique que pueden, a su vez, moverse a su antojo, sin contralor alguno.
Caso contrario, estaremos cediendo al todo social -representado por unos pocos- mucho más que la cuota de libertad individual exigible a cada uno de nosotros para poder pertenecer a ese conjunto; y mientras nosotros cedemos continua y constantemente, sin límite, otros muchos se aprovecharán de esta situación: políticos que rápidamente olvidan sus promesas y sólo medran con sus altos emolumentos y prebendas del cargo; magistrados e integrantes del Poder Judicial que prontamente dejan de cumplir su cometido con la sociedad para mecerse al vaivén de corrientes ideológicas -garantistas o de dureza extrema- de turno y criminales de toda laya que, ya se sabe, a río revuelto?
Es cierto que hay mil otros problemas además del de la inseguridad, todos igualmente acuciantes, y que requieren pronto tratamiento y rápida solución; pues bien, existen expertos en los diversos campos que los dirigentes de turno pueden consultar para asesorarse sobre cada uno de ellos. Luego, en discusiones no exentas de pasión pero sí de partidismo, debieran buscar la mejor solución a cada una de las cuestiones planteadas. Iguales consideraciones valen para los magistrados.
Sólo de nuestro control, en tanto ciudadanos, y no tanto del humor de nuestros dirigentes y juzgadores, dependerán las soluciones a los inconvenientes que nos aquejan; de nada vale hablar mal de la sociedad -externando nuestra responsabilidad- si olvidamos que todos nosotros somos, precisamente, parte de esa sociedad que denostamos.
Ya lo señaló, muy adecuadamente, José Ortega y Gasset: ¡Argentinos, a las cosas!
(*) Médico - Especialista en Medicina Legal