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Nicholas Carr, quien fue director de la "Harvard Business Review" y es especialista en comunicación digital, publicó un artículo de esos que inquietan. Su título -"Is Google making us stupid?" (¿Está Google estupidizándonos?)- ya lo dice todo, o casi todo, aunque en forma de pregunta. El hombre tiene antecedentes como para llevarnos a considerar seriamente lo que insinúa. Prestigioso autor de libros impactantes, agregó a su currículo recientemente el nombramiento -junto al eminente David Gelernter, profesor de Ciencia de la Computación en Yale- de miembro del Consejo Editorial de la Encyclopaedia Britannica. El autor desarrolla, a partir de un análisis de sus experiencias intelectuales de los últimos tiempos, un problema más que interesante. "He tenido -dice- la incómoda sensación de que alguien, o algo, ha estado jugueteando con mi cerebro, no estoy pensando del modo como antes lo hacía". Cuando lee, advierte que ya no le es posible sumergirse en un libro como era su gusto, pierde concentración luego de dos o tres páginas, la lectura profunda que le venía de un modo natural se ha convertido en una tarea. Cree saber lo que le está pasando. Durante años ha estado trabajando en la red, buscando datos, navegando, escribiendo correos y blogs, escaneando, viendo videos, saltando de enlace en enlace. Ha sido una enorme ayuda para su trabajo. El almacén de informaciones de internet parece infinito, fluye a su mente como un río, le facilita cualquier búsqueda. Ahora se está preocupando por el precio de esa ayuda. Advierte que ella ha socavado su capacidad de concentración y contemplación. No es el único en preocuparse. Varios amigos, también hombres de letras, le dicen que les pasa lo mismo. Uno le confesó que siente que su forma de pensar se ha modificado, ahora es como de "staccato", discontinua, se da cuenta de que lee como por encima. "Ya no puedo volver a leer "La guerra y la paz", le dice otro, he perdido la capacidad de hacerlo". Y un tercero, quien escribe un blog sobre los medios de difusión en línea, confesó hace poco que ha dejado por completo de leer libros. "Hice el máster en literatura en la universidad y era un voraz lector de libros: ¿qué ha pasado?" Y especula la respuesta: "¿No será porque mi forma de ´pensar´ ha cambiado?" Repasa conclusiones de científicos. Una psicóloga apuntó que la lectura en la red promueve un estilo que coloca la eficiencia y la inmediatez por encima de todo lo demás, debilitando la capacidad para la lectura profunda que emergió cuando la tecnología anterior, la imprenta, hizo corrientes las largas obras en prosa. Es que los medios que usamos en la lectura tienen importante papel -el cerebro humano es casi infinitamente maleable- en la conformación de nuestros circuitos neurales. Hay una anécdota de Nietzsche que lo refleja. Hacia 1882 aquel pensador experimentó que mantener los ojos enfocados en una página le resultaba doloroso, le fallaba la vista, le costaba leer y debía renunciar a la escritura. Una máquina de escribir fue su prótesis. Aprendió mecanografía al tacto y así pudo trabajar con los ojos cerrados. Las palabras pudieron de nuevo afluir de su mente a la página. Pero se le transformó el estilo. Su prosa se hizo menos robusta, más telegráfica y comprimida, de argumentos a aforismos. Un amigo se lo hizo notar y él asintió: "Tienes razón, nuestro equipo de escribir participa en la formación de nuestros pensamientos". Carr se pregunta si no se está preocupando más de lo debido. Así como hay glorificadores del avance tecnológico, existen los que no se resignan a cumplir sin análisis sus mandatos. Recuerda que en el "Fedro" platónico Sócrates se dolía ante la posibilidad de que la invención de la escritura produjera un detrimento irreparable de la memoria y de su papel central en el conocimiento. El filósofo griego no podía, claro está, prever cómo la palabra escrita serviría muchos siglos después para la extensión de la cultura a través de la imprenta y el libro. Pero la invención de Gutenberg despertó también extensos miedos. Muchos se preocuparon de que los libros condujeran a pereza intelectual, a la erosión de la autoridad religiosa, a la degradación del trabajo de eruditos y escribas y a la extensión del libertinaje. Mas, como se vio en definitiva, aunque la mayoría de los argumentos de oposición fueron hasta proféticos, los agoreros no fueron capaces de imaginar la miríada de bendiciones que brindarían. Por eso es que le parece perfectamente admisible que quien lea ahora sus reparos hacia la red se sienta escéptico sobre el escepticismo que él está expresando. Es posible, admite, que de su desarrollo surja una era de descubrimiento intelectual y sabiduría universal. Pero insiste en la idea de que aunque internet pueda sustituir a la imprenta, produce algo diferente. El tipo de lectura de las páginas de un libro es valioso, no sólo por los conocimientos que mediante su ejercicio adquirimos, sino por las vibraciones intelectuales que las palabras descargan en la mente. En la lectura profunda realizamos nuestras asociaciones, nuestras propias inferencias y analogías, nuestras propias ideas. Si la perdiésemos, sustituyéndola por la tecnología de lo "instantáneamente disponible", habríamos sacrificado algo importante para nuestra salud y vigor intelectual. Lo que está en juego es una tradición que tiene como ideal la personalidad de alta educación y expresión, el arquetipo del ser humano que lleva dentro de sí una versión individualmente construida y singular del patrimonio cultural e histórico de Occidente. (*) Doctor en Filosofía
HÉCTOR CIAPUSCIO (*) Especial para "Río Negro" |
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