Justo cuando la mayoría de los economistas y financistas, incluyendo al hasta entonces muy pesimista especulador George Soros, afirmaba que lo peor de la gran crisis mundial ya había pasado, los mercados bursátiles más importantes cayeron abruptamente, arrastrando consigo el nuestro. Parecería que en esta ocasión la causa fue el retroceso imprevisto del precio del petróleo, aunque es posible que también haya incidido el informe más reciente del Banco Mundial, según el cual este año el producto planetario se reducirá un 2,9%, no el 1,9 que pronosticó en marzo, con los países desarrollados, en especial el Japón, sufriendo las pérdidas más dolorosas. En cuanto a la Argentina, prevé una caída del 1,5%. Aunque es virtualmente seguro que las cifras aventuradas por el Banco Mundial resulten tan equivocadas como las de apenas tres meses antes, para no hablar de las difundidas hace un año por organismos supuestamente confiables cuando aún existía el consenso de que la economía mundial continuaría expandiéndose a un ritmo muy fuerte, los cambios constantes sirven para recordarnos de que la economía no es una ciencia exacta porque depende también de factores psicológicos. Si todos estuvieran convencidos de que la crisis ya tocó fondo y de que el mundo ha entrado en una fase de recuperación, sería más que probable que se reanudara el crecimiento en los países avanzados. En cambio, de intensificarse el pesimismo, la crisis no podría sino profundizarse. He aquí un motivo por el que reviste tanta importancia el debate entre los que dicen creer que, luego del susto causado por la tormenta financiera, la economía mundial comenzará otra vez a crecer, si bien a una velocidad menos frenética que la registrada en los años iniciales del milenio, y los que suponen que al mundo entero le aguarda una serie prolongada de ajustes penosos antes de encontrar un nuevo equilibrio, uno en el que la posición relativa de los diversos países se asemejará poco a la de las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. No están en juego sólo distintas opiniones académicas o actitudes ideológicas, sino también el clima de negocios internacional que determinará la conducta de un sinfín de empresarios, inversores, consumidores, políticos y otros.
Mientras que los optimistas dicen detectar "brotes verdes" en todas partes que a su juicio preanuncian la llegada de la primavera, además de hacer hincapié en los efectos positivos que tendrá el progreso tecnológico que con toda seguridad seguirá contribuyendo a mejorar la productividad, los escépticos pueden señalar que tarde o temprano será necesario pensar en cómo soportar los costos enormes de los planes de rescate que fueron ensayados por los gobiernos de Estados Unidos, el Japón, los países de la Unión Europea y China frente al pánico provocado por el colapso del banco de inversiones Lehman Brothers en setiembre del año pasado. Si bien es imposible pronosticar cuáles serán las consecuencias a largo plazo del intento así supuesto de reactivar los mercados de crédito, el que tantos países hayan aumentado de manera espectacular la deuda pública hace prever que aun cuando tales medidas hayan ayudado a reducir el riesgo de una caída en tirabuzón sistémica, lo habrán hecho a costa del bienestar de las generaciones futuras que, mal que les pese, tendrán la responsabilidad de saldarla o, al menos, de impedir que siga aumentando, lo que no será nada fácil en países en los que la mayoría suele protestar vigorosamente contra cualquier medida destinada a reducir el gasto gubernamental. También es necesario tomar en cuenta los cambios demográficos que están en marcha. De crecer como en otros tiempos la población económicamente activa de los países ricos, las dificultades así planteadas serían superables, pero sucede que en Europa, el Japón y, en menor medida, Estados Unidos ya se mantendrá estática, ya continuará disminuyendo.
Puede entenderse, pues, el pesimismo que sienten tantos en el llamado Primer Mundo por sus propias perspectivas y por las de sus descendientes. Temen que el futuro sea peor que el pasado, que haya terminado en los meses finales del 2008 la era de prosperidad generalizada para todos, salvo una minoría de pobres y "excluidos", a la que se habían acostumbrado.