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Cuestión de Estado | ||
Como muchos han señalado, en la campaña electoral que acaba de culminar no hubo debates significantes entre los partidarios de esquemas ideológicos distintos. Aunque el ex presidente Néstor Kirchner y su esposa aludieron en diversas ocasiones al "modelo" que dicen estar impulsando, no estaba nada claro lo que tenían en mente y los opositores no manifestaron demasiado interés en hablar de algo tan borroso. Con todo, en los días finales surgió un tema importante, el de las nacionalizaciones, cuando para horror de sus aliados de PRO el empresario bonaerense Francisco de Narváez, que milita en una variante del peronismo, se declaró en favor de la estatización de YPF, Edenor, Edesur y Metrogas, puesto que a su juicio "el agua, la distribución de energía, indudablemente el transporte", deberían formar parte del sector público. Como es natural, los Kirchner se regodearon de lo que tomaron por evidencia de la incoherencia del PRO-peronismo, acusándolo, en palabras de la presidenta Cristina, de cambiar "de blanco en negro en un lapso de siete días en un tema estratégico de la economía nacional", mientras que voceros del ala macrista de PRO intentaron conciliar las posturas de privatistas y estatizadores haciendo hincapié en la necesidad de que el Estado por lo menos controle bien los servicios públicos cuando están manejados por empresas privadas. Por razones que podrían calificarse de culturales, la mayoría comparte la actitud asumida últimamente por De Narváez y reivindicada con fervor por los representantes del gobierno actual, a pesar de que durante la campaña el ex presidente Kirchner se sintió constreñido a negar estar resuelto a aprovechar un eventual triunfo para emprender una ofensiva estatista. En nuestro país, se propende a desconfiar tanto de los empresarios como de los políticos. Por lo tanto, se considera antipática la idea de permitirles lucrar con lo que, en teoría por lo menos, debería formar parte del patrimonio común, y ha sido en buena medida por este motivo que a los Kirchner les ha resultado tan fácil ensañarse con "los años noventa" cuando el gobierno del presidente Carlos Menem privatizó apuradamente muchas empresas públicas. Aunque en algunos casos los resultados distaron de ser felices, las causas parecen haber tenido más que ver con las condiciones económicas del país y la incapacidad congénita del Estado de desempeñar con eficacia las funciones que según la ley le corresponden, que con las cuestiones ideológicas que, según los apasionados por el asunto, son fundamentales. Aunque una proporción notable de la ciudadanía está en favor del estatismo por principio, escasean los interesados en mejorar la calidad del Estado que efectivamente existe. Mientras no se resuelva la paradoja así supuesta, el estatismo seguirá siendo sinónimo de ineficiencia y corrupción. Por cierto, sería difícil argüir que un Estado que ni siquiera está en condiciones de controlar adecuadamente el funcionamiento de servicios públicos en manos privadas podría administrarlos mejor que los responsables actuales. Es forzoso recordar que las privatizaciones de los años noventa disfrutaron de cierta popularidad no porque la mayoría haya sentido entusiasmo por el evangelio "neoliberal" sino porque eran escandalosamente deficientes los servicios brindados por todas las viejas empresas nacionales. Por desgracia, poco ha cambiado a partir de entonces. De renacionalizarse el transporte, el agua, la distribución de energía, etc. -y ni hablar de las comunicaciones electrónicas vinculadas con la telefonía-, los resultados concretos serían con toda seguridad tan terribles que pronto sería preciso intentar privatizarlos nuevamente. Antes de tratar de hacerlo, pues, convendría que se llevara a cabo una reforma radical del Estado para hacerlo capaz de desempeñar las funciones nada sencillas que en opinión de los ideólogos, y de los muchos que instintivamente comparten su punto de vista, debería asumir. Puesto que los más comprometidos con el Estado suelen ser los más decididos a frenar cualquier esfuerzo por mejorar su desempeño -les es habitual hablar pestes del "eficientismo" y del "elitismo" de quienes piden reformas auténticas-, lo más probable es que la opinión pública siga oponiéndose al sistema vigente de turno, manifestándose sucesivamente en favor de la privatización de servicios monopolizados por el Estado y de la nacionalización de los manejados por empresarios. | ||
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