Ha transcurrido más de una década desde el momento en que comenzamos a advertir sobre la emergencia de un fenómeno que se aparecía ante nuestros ojos vestido con uniforme e insignias y bajo el porte militarizado de policía, a modo de novedoso agente de control y disciplinamiento social.
Comenzamos entonces a desarrollar algunas ideas en torno del contexto social, económico y político en cual se producía esa repentina emergencia que, en términos muy marcadamente generales, pasaba desapercibida para grandes porciones de la población.
A punto tal que su manifiesta presencia física, material y fenomenológica, resultaba naturalizada de un modo llamativo, acaso como producto de una cierta ceguera cognitiva que impedía advertirla siquiera de modo periférico y accidental. Como si lo repentino de su aparición en la escena social fuera para entonces un obstáculo insalvable en lo que a su percepción y delimitación conceptual se tratase.
Y fue entonces que verificamos que en el marco de aquel intenso liberalismo económico de los años noventa se producía también la privatización, aunque menos manifiesta y llamativa, de otro de los servicios públicos en la Argentina: el correspondiente a ciertos segmentos de la seguridad pública.
Sostuvimos entonces que uno de los problemas de mayor envergadura radicaba en el sometimiento del bien social "seguridad" a las implacables leyes de la oferta y la demanda. Y cómo esa reducción a las reglas de mercado desnaturalizaba el carácter público y general del bien en cuestión, impedía el horizontal acceso de la población a su goce y, en definitiva, agudizaba las asimetrías sociales ya existentes.
Más de diez años después tenemos que el proceso antedicho se ha consolidado con los efectos que entonces pudimos inicialmente advertir. Sin embargo, no menos cierto resulta que las privatizaciones del presente poseen una complejidad adicional.
En contra de lo que podría pensarse, los mecanismos actuales de privatización masiva del servicio de seguridad no resultan consecuencia del impulso del sector privado, de la actividad empresaria y de las diversas ofertas que trae aparejado.
Por el contrario, es el propio Estado el que a través de las prácticas de las policías públicas las que han terminado de consolidar el proceso de enajenamiento del "servicio" y su reemplazo por su calidad de "bien de consumo". Ello ha venido siendo así a través de lo que en el ámbito de nuestras policías se denomina como "servicio de policía adicional".
Se trata de la enajenación, a cambio de un monto dinerario determinado, de diversas actividades propias de la función de policía, generalmente concentradas alrededor de las tareas de custodia. De modo que, como competidor exclusivo y privilegiado del sector privado, las policías públicas salen al mercado a ofrecer su propio bien de consumo, el cual es prestado, y aquí una de sus paradojas, por parte quienes detentan simultáneamente la calidad de servidores públicos.
Tal desdoblamiento hace que el agente público se convierta, una vez vencido su débito laboral diario, en guardia privado de seguridad. A partir de lo cual debe no ya privilegiar las diversas dimensiones del orden público y la seguridad general, sino en cambio el propio paradigma de orden y seguridad que le resulta impuesto por su improvisado empleador.
Todo lo cual ha venido posibilitando una serie de cuestiones tales como las recaudaciones sin control, los gerenciamientos ilícitos y la corrupción, el personal policial autoexplotado y sobrecargado de tareas que es inducido a enajenarse como custodio privado. Pero también la posible responsabilidad estatal en caso de incumplimiento o abuso de funciones, puesto que pese a prestar servicios tercerizados, ese personal no pierde el estatuto de empleado estatal.
Como podrá apreciarse, lejos de simplificarse, el proceso de privatización tiende a complejizarse paulatinamente. Una realidad tal, toda vez que se trata de un aspecto sustancial del Estado de derecho y de la sociedad democrática, no debería ser perdida de vista por los ciudadanos preocupados por el destino de la cosa pública.
MARTÍN LOZADA (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Juez en lo Penal - Catedrático UNESCO en Derechos Humanos, Paz y Democracia por la Universidad de Utrecht, Países Bajos.