Un hábil recurso de los llamados intelectuales "progres" o pseudoprogresistas es la descalificación de los adversarios imputándoles la representación de la antipolítica, es decir, la falta de creencia real en la política como actividad humana y en la eficacia de sus mecanismos jurídicos e institucionales para procesar las demandas sociales.
Dicho de otro modo, se insinúa con ello que detrás de una actitud así caracterizada existe un ánimo golpista ("destituyente" dicen ahora), no democrático; peor aún: antidemocrático, pues el anterior podría estar determinado por una falta de credibilidad momentánea de una sociedad, en tanto el último constituye una concepción intelectual permanente y no necesariamente dependiente de determinaciones externas a la conciencia.
Con semejante operación discursiva construyen no sólo la descalificación intelectual de cualquier discurso opositor, lo cual, en definitiva, no sería tan grave en una democracia seria, sino que, lo que sí es verdaderamente muy grave, es la construcción accesoria del opositor como sujeto antiintelectual, es decir, realizada como quien no quiere la cosa, como quien tira la piedra y esconde la mano.
Como mecanismo de comunicación y propaganda esta clase de operaciones ha demostrado una exitosa utilización histórica al margen de las ideologías, razón por la cual ya no forman parte de los clásicos Manuales del Buen Nazi, Facho o Bolche Universal, para pasar a ser propiedad intelectual de todo aquel que efectivamente, realmente, desde los hechos concretos, no crea ni practique la democracia ni la discusión racional. Y sin embargo, aun en esos ejemplos históricos, la antipolítica constituye la política real, efectiva, allí existente, pasible de ser analizada estructuralmente desde la ciencia política.
Otro recurso, además, que suelen utilizar dichos intelectuales es el de calificar de empirista todo discurso opositor al suyo cuando no discurre en las coordenadas de los paradigmas oficializados por la corporación académica y cortesana que ellos integran.
En ese sentido considero que es absolutamente legítimo criticar el sentido y la utilidad reales de determinadas posiciones concretas de los intelectuales adscriptos al gobierno y al poder, aun cuando se haga desde posiciones pasibles de ser calificadas como empiristas, sobre todo sabiendo que sus detractores utilizan dicho término no con sentido descriptivo sino connotando carencias o ausencias de análisis en términos de los paradigmas que aquellos utilizan.
Especialmente es el periodismo el que recurre a la tarea de divulgación y bajada de los discursos científicos, o supuestamente tales, en términos del habla cotidiana, toda vez que, a nivel masivo, lo más importante es la comprensión del mensaje y no el estilo académico originalmente utilizado.
De hecho, aquella descalificación representa una nueva barbarización de los iletrados, de la gente común y sencilla, es decir, de las mayorías sociales, no ya representando a un poder político económico y social hegemónico y excluyente, como ocurrió en el siglo XIX con la mayoría de la intelectualidad de entonces, sino haciendo pasar gato por liebre, es decir, situándose en un punto de observación de la realidad nacional que supuestamente estaría por encima y al margen de toda contaminación real con la política empírica, y enclavado en posiciones éticas relacionadas con misiones de compromiso de esa clase de intelectuales, tales como con distintas ideologías llevaron a cabo tantos intelectuales "comprometidos" en 1955, comprometidos con la FUBA, la SADE, los grandes diarios, las universidades y la dictadura.
Por otra parte, suponer que dada la complejidad de lo real se necesitan instrumentos previamente validados por alguien -en este caso representados por sus competencias disciplinares- para poder emitir opinión con derecho a ser escuchados constituye un gran acto de soberbia de su parte; primero, por sentar de hecho la tesis de la exclusividad y preferencia de los especialistas para abrir la boca y luego, y sobre todo, porque algunos de esos intelectuales poseen un lenguaje y un estilo crípticos que resultan incomprensibles para otros intelectuales de fuste, como le sucedió el año pasado a la brillante Beatriz Sarlo en un debate periodístico con Horacio González, de quien terminó diciendo que no se le entiende lo que dice.
Al respecto me divierte pensar qué triste papel harían intelectuales de este estilo y afinidades en un país como Bolivia, la más latinoamericana de las realidades políticas, económicas y sociales, que busca su transformación en sus propias escalas, a la distancia de sus propios horizontes y en sus propios términos. Intelectuales que hasta pueden escribir hoy en contra de la controvertida tesis de la organicidad de los intelectuales de izquierda, no sólo por ser una moda que les permite vender libros y seminarios sino también porque los hace aparecer como autocríticos y dotados de humildad. Pero como estas calidades son contradictorias con la condición de amanuenses del poder que, quien más quien menos, casi todos ellos invisten, no resultan creíbles.
Es admisible que rechacen los fundamentos de los opositores al gobierno con el cual se hallan alineados, pero lo que los descalifica a ellos mismos es pretender anular las voces disidentes estigmatizándolas y demonizándolas como antipolíticas.
Lo que les pasa es que confunden los términos. Lo que está presente hoy como nueva mirada intelectual exploratoria de la realidad contradictoria, ambigua y confusa, no es la antipolítica sino un campo incipiente que puede llamarse metapolítica. Y que como toda cuestión social emerge primero en la vida cotidiana, entre gente no especializada en ciencias sociales, por lo cual las razones que explican su emergencia deben ser analizadas sin prejuicios para comprender por dónde circulan los pensamientos individuales y sociales que no piden ni necesitan permisos previos para producirse, menos aún si al hacerlo se está consagrando un pensamiento políticamente correcto: el del oficialismo.
Con esas motivaciones, por ejemplo, ha surgido con toda legitimidad en todos los niveles sociales la actual presencia de debates acerca de la calidad de nuestro sistema presidencialista y la necesidad de buscar la superación de sus defectos. Y cada uno de ellos se efectúa válidamente, en la medida de sus respectivos bagajes de presencia y ausencia de conocimientos epistémicos, lo cual es alentador para la política democrática, no así para las concepciones políticas elitistas, sean éstas de existencia institucional o de hecho.
CARLOS SCHULMAISTER (*)
Especial para "Río Negro"
(*) Profesor de Historia