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  Martes 23 de Junio de 2009  
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El Caballo de ajedrez:   “Aquel de vosotros que esté libre de pecado que arroje la primera piedra", por Alejandro Flynn.
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   “A estos turros hay que matarlos a todos” escucha que alguien dice a su espalda, mientras las manos de dos policías aferran sus brazos, como tenazas, comisaría adentro.

 

   Una vez allí – trasponiendo el ingreso casi en el aire – lo recibe un pasillo tapizado de baldosas blancas y negras.

 

   En un momento, que no es más que un manojo de segundos, su miedo vacila y el llanto le da un respiro ante ese plano de cuadros bicolores del piso que,  en su brusco andar,  pareciera ir sobrevolando. No siente en ese instante los golpes recibidos, las patadas certeras que a lo largo de su cuerpo descargaron furiosos individuos. No hay dolor ni llora ya. No hay hambre, insultos ni policías, sólo el mágico tablero de ajedrez que cobra vida bajo sus pies. Y él es, de pronto, el jinete de un loco caballo negro, como ese “Tornado” que “El Zorro” llama en la serie con un silbido para pelear contra los malvados. Ahora salta feliz sobre un alfil, cayendo sobre una torre enemiga. Y antes de que lo atrapen se lanza un cuadro atrás y dos hacia el costado, así como le dijo el profe que mueven los caballos; o dos adelante y el otro hacia un lado, como también hacen.

 

   Le gusta ser el caballo y volar a la defensa de un peón amigo, o estarse quieto y atento junto a su rey, para morir por él si es necesario.

 

   “¡Pena de muerte!” “¡Estos entran por una puerta y salen por la otra!”, decían dos señores cuando lo metían al patrullero. “¡Sí!” “¡Sí”! hacía una mujer con la cabeza, mirándolo como a un bicho. A él que no es más que un pibe, apenas. Con esa misma cara con que siempre lo miran todos cuando anda por ahí. Como a un bicho.

 

   El profe no. Él no lo ve así, él lo quiere. Porque le dijo una vez “Che, Marito, muy bien esa jugada” Y le puso un brazo sobre el hombro y los dos miraron por qué era bueno eso que hizo. Y el profe le mostró cómo había defendido a dos piezas a la vez, en una misma movida. “¡Muy bien, Mario, eh!” “¡Muy bien!” Y ese “Muy bien” se lo llevó Mario sonando en su cabeza, desde que salió de la salita del barrio en donde aprendía ajedrez, hasta su casa. Y le dijo a su mamá, después, lo del “Muy bien” y, aunque ella siempre estaba triste, le rieron contentos los ojos ese día, porque era un poco como si ese “Muy bien” también se lo hubieran dicho a ella.

 

   Ahora, Marito, va casi en el aire entre las manos de los policías que ciñen sus brazos como garras. No está en su barrio (uno más de los que emergen, entre las tantas tomas, que crecen en el oeste neuquino) sino en la comisaría del centro, lejos de su lugar y muerto de miedo.

 

   “El peón siempre va para adelante”, dijo el profe, “nunca para atrás”. “Qué valiente el peón, seño”, se le ocurrió a Marito y todos se rieron, porque es hombre el profe y no “la seño”, como la seño Alicia de la escuela, que también lo trata bien, le acaricia la cabeza y tampoco lo mira como a un bicho.

 

   Cuando la salita del barrio se cerró, él no supo por qué. El pofe le había dicho, la última vez, que no iban a tener dónde jugar, pero que si alguien los ayudaba y encontraban un espacio, empezarían de nuevo. Y él podría alguna vez viajar y conocer chicos de otros lugares. Harían torneos y los llevarían en un micro y comerían cosas ricas. Si alguien los ayudaba. Pero pasaron los días y las semanas y la salita nunca se abrió. Ni ése ni ningún otro lugar.

 

   Como Mario nunca pudo tener un juego de ajedrez, dibujó, como pudo, las piezas en un papel y le contó a su mamá que las cortaría y que con un cartón se haría el tablero y le enseñaría a jugar.

 

   Un tablero, sí, con cuadros, blanco, negro, blanco, como éste de la policía, el que apenas roza con sus pies cuando lo van casi arrastrando, mientras él se va convirtiendo en un caballo que empieza a flotar sobre todo y sobre todos.

 

   La tarde en que lo metieron preso tenía la panza llena de hambre y ruidos. Su mamá no había hecho comida; como otras veces se había ido temprano y no volvería hasta muy tarde. Llegaría después, con leche, como algunas veces, otras con pan o fideos solamente, o comerían – si quedaba - de la caja que alguna vez les daban. Entonces, ella, él y sus hermanitos mirarían tele juntos en la noche.

 

   “¡Mario! ¡Vení! ¡Vení, que vamos a hinchar las bolas!”  La voz salía del interior de un  viejo vehículo, una de cuyas puertas era sostenida por un alambre. Tres pibes, adentro, reían. Uno tomaba cerveza prendido al cuello de la botella. “¡Dale, vení, que vamos a joder por ay”! El motor, una explosión tras otra, echaba por detrás nubes de humo blanco, envolviendo al que alguna vez fuera un automóvil y ahora un amasijo de alambres y chaperío oxidado.

 

   Marito vio al Rulo, que era el que lo llamaba, al frente del volante; también a Tomás y  a otro, atrás, que no conocía. Después que subió, sin mucho entusiasmo, el Rulo aceleró a fondo y entre humareda y cohetazos se largaron en dirección al centro, levantando tierra y escupiendo piedras que las gomas, lisas como papeles, disparaban hacia los costados.

 

   Entre risotadas, gritos y ruidos de botellas vacías golpeándose entre sí, llegaron al asfalto, cruzaron semáforos rojos, esquivando frenadas y bocinazos, y, tras andar algunas cuadras, se detuvieron de pronto cerca de la ruta.

 

   “¿Por qué parás, boludo?  ¡Seguí!”, largó Tomás que, con la abrupta frenada, se había rociado con un chorro de la cerveza que iba tomando.

 

   “Callate y mirá ese auto” contestó el Rulo, apagando el motor, que se desinfló como agradeciendo. Situado junto al cordón, frente a la mano que ellos ocupaban, un lujoso automóvil,  a puro brillo y lujo pavoneaba su condición. “Tiene una ventanilla abierta ¿no ves?” “Y no hay nadie adentro” Los chicos, captando la idea, se pusieron serios de golpe. Marito se animó: “¿Y? ¿Qué hay con eso?”  El rulo giró la cabeza hacia él: “Que en una de esas hay algo adentro para chorear” “Una campera, un celular, no sé, algo, cualquier cosa” Y siguió con su plan: “Uno de nosotros pasa por al lado, mira adentro, y, si hay algo, lo saca y listo. Ahí rajamos” A Marito no le gusta nada la idea, pero no se atreve a decirlo. Sabe que el Rulo ya robó otras veces; alguna bicicleta, una cortadora de pasto de una casa, una noche en que los dueños no estaban y alguna otra cosa. Sabe que les va a decir “cagones” si se niegan.

 

   “Ni en pedo, yo no voy” dice el pibe al que no conocía. Tomás, que tampoco quiere saber mucho del asunto, se apoya en las palabras del otro y expone su negativa. El Rulo los mira, achispados los ojos por el alcohol que en el raid se había ido sumando y sentencia: “¡Ma sí, pelotudos!” “¡Voy yo!” Y se larga a cruzar la avenida, con la capucha del buzo tapándole la cara. Antes, le ordena a Tomás que ponga en marcha al cascajo y que le abra la puerta al toque cuando él vuelva corriendo.

 

   Los tres chicos en el auto miran para todos lados. Marito, el más chico y asustado, que nunca participó de nada parecido, tiembla como una hoja con el estómago revuelto.

 

   En segundos, como en una película, vertiginosa, la acción se desata.

 

   Rulo, al acercarse, efectivamente ve algo adentro del vehículo. Y es al introducir su brazo, cuando violentamente se abre la puerta de la casa - frente a la cual el automóvil estaba - y dos hombres, saliendo de su interior, se le echan bruscamente encima.    

 

   Rulo esquiva la trompada de uno, pero no la patada del otro. Alcanza, de todos modos, a erguirse sobre el asfalto como un resorte y a volar hacia la nube de humo que lo espera para rescatarlo. Mientras, los dos chicos sentados atrás, espectadores aterrados de lo que pasa, intentan abrir las puertas para lanzarse a la calle. Una, clausurada por un alambre, no cede; la otra, la de Marito, se abre al fin y éste se dispara corriendo calle abajo.

 

   Adelante, Tomás empuja la puerta justo cuando el Rulo se zambulle encajando un cambio que es pura queja. Las explosiones del motor y la densa nube blanca parecen auxiliarlos, desorientando a los perseguidores. Es el instante preciso que necesita el despojo andante para llevarse a los fugitivos, dejando tras de sí la cerrada estela de humo con que el forzado motor exhala su agonía.

 

   Mario, en tanto, lanzado a correr desorbitado y con el mareo de la cerveza a la que no acostumbra (y que había aceptado para no ser menos ante los otros) se tropieza al cruzar la calle y cae rodando, casi a los pies de los que – desairados por el Rulo – lo habían elegido como objeto de su cacería.

 

   Estos, desencajados, descargan sobre el cuerpo caído una lluvia de patadas, las que el chico recibe en su cuerpo encogido y hambriento entre súplicas y llantos.

 

   “¡Yo no hice nada, señor!” Uno de los agresores lo alza, torciéndole el brazo por la espalda y lo apoya contra una torre de luz, de cara contra el cemento. El otro, desde un celular, llama a la policía., después le pega un puñetazo.

 

   Para entonces, dispersos ramilletes de vecinos se congregan comentando el hecho. Al ingresar al patrullero, que no tarda en llegar, se desprenden algunas de las frases que aquellos sueltan a su paso: “¡Que lo maten!” “¡Entran por una puerta y salen por la otra!” “¡Tendrían que volver los militares!”

 

   Marito es un nudo temblando de dolor al entrar a la comisaría. Piensa en su mamá y el miedo que tendrá cuando llegue a la casa y no lo encuentre. Piensa en sus hermanos.

 

   Siente, ahora sí, los terribles golpes, en su pecho, en sus piernas, la cara, los brazos. Un labio partido, un ojo hinchándose y las lágrimas que van salpicando un pasillo que alcanza a ver en cuadros negros y blancos, como los de un tablero de ajedrez.

 

   El caballo negro, valiente y loco, viene a su encuentro. Marito sube a él y siente de pronto que nada duele ya. En la cara tumefacta un viento fresco. Avanza dos cuadros al frente y otro hacia el costado, como le dijo el profe. Sonríe desde la altura a los peones, sus amigos, saluda con una seña a las otras piezas, rey, dama, alfiles, torres y vuela, por fin. Lejos del dolor y los insultos, lejos del hambre y los ojos que lo miran como a un insecto, lejos del odio y de los policías que ya no pueden sujetarlo.

 

   Vuela en su caballo negro, lejos de su vida, lejos, para no volver. Lejos.

Por Alejandro Flynn, de Neuquén capital

alflynnar@yahoo.com.ar

 


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Nos dejo su opinión
23/06/2009, 21:11:52 Reportar Exceso
Jabalí
Muy buen trabajo Alejandro, un cuento que refleja mucho de lo que está pasando con los jóvenes y niños librados a su suerte por este sistema. Los pobres niños humildes de esta país en el que alguna vez se los consideró como "los únicos privilegiados", hoy son permanentemente violentados, acusados y cuestionados desde la comodidad y desde la hipocresía de muchos delincuentes de guante blanco que roban con elegancia. Realmente es muy bueno ver que en Río Negro publican a un escritor y dramaturgo valioso como Alejandro, lo que contrasta con su injusta desafectación de Cultura de la Provincia por alguna de esas decisiones desafortunada de las tantas que se toman.
 
 
 
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