Al optar por una línea sumamente dura, imputando las protestas multitudinarias de los convencidos de que hubo fraude electoral a las maquinaciones malévolas de sionistas, norteamericanos y británicos, el "líder supremo" iraní, el ayatollah Ali Khamenei, asumió un riesgo enorme. Si su país se tranquiliza en los próximos días, Khamenei habrá ganado la apuesta, pero si, como parece probable, continúan las manifestaciones masivas, él mismo, además de la revolución islámica que representa, estará en la mira de quienes se habían limitado a reclamar la destitución del presidente presuntamente reelecto Mahmoud Ahmadinejad. En tal caso, sería muy difícil impedir que se produjera una confrontación sanguinaria entre las milicias que apoyan a Ahmadinejad y una oposición que está conformada no sólo por jóvenes de la clase media urbana sino también por muchos clérigos prestigiosos que temen que lo que comenzó como una reacción espontánea frente a un resultado electoral poco convincente se transforme en una rebelión generalizada contra la hegemonía asfixiante de religiosos que se creen con derecho a interferir hasta en los detalles más íntimos de la vida personal de todos los habitantes de su país.
La caída del sha en 1979 fue atribuida a su decisión de ordenar al ejército abrir fuego contra manifestantes que reclamaban reformas drásticas. ¿Podría la historia repetirse, si bien en el sentido contrario? Aunque las fuerzas islamistas son más despiadadas que las que hace treinta años apoyaban al monarca, el movimiento que se ha encolumnado detrás del conservador Hossein Mousavi parece haber adquirido una masa crítica que le permitiría resistirse a los ataques, por brutales que éstos fueran. Asimismo, figuras poderosas del régimen como el ex presidente Ali Akbar Hashemi Rafsanjani, no han disimulado su deseo de ver humillado a Ahmadinejad. Se ha creado, pues, una situación extraordinariamente peligrosa que podría dar pie a una auténtica guerra civil. Mucho dependerá de la actitud de los jefes militares y policiales. Si algunos eligen solidarizarse con la oposición encabezada por ahora por Mousavi, un personaje que debe su protagonismo actual a nada más que la hostilidad visceral que tantos sienten por Ahmadinejad, ya que desempeñó un papel importante en la represión violenta que siguió al derrocamiento del sha, no habrá forma de impedir que Irán se hunda en el caos.
La mayoría de quienes han estado protestando contra el régimen está conformada por jóvenes, lo que es natural puesto que la mitad de los 70 millones de iraníes tiene menos de 27 años. A su modo, son productos de la revolución islámica, pero es evidente que, como sus coetáneos de otras latitudes, quieren disfrutar de las libertades que en el resto del mundo se dan por descontadas. Según aquellos occidentales que han tenido oportunidades para familiarizarse con el Irán actual, en las grandes ciudades escasean los jóvenes educados que compartan el odio de los clérigos hacia Estados Unidos, el Reino Unido e Israel. Lejos de querer quedarse aislados de la cultura occidental, sueñan con un país "normal" que mantenga relaciones amistosas con el "gran Satán" norteamericano y los "pequeños satanes" vituperados regularmente por individuos como Ahmadinejad y Khamenei.
El presidente estadounidense, Barack Obama, ha sido criticado incluso por sus propios simpatizantes por no haber manifestado su solidaridad con los muchos iraníes que corren el riesgo de caer víctimas de la represión violenta de las milicias islamistas por reclamar más respeto por sus derechos democráticos. Para justificar su postura neutral, Obama ha señalado que en su opinión sería contraproducente brindar a los líderes religiosos iraníes un pretexto para culpar a Occidente y a Israel por las movilizaciones, pero sucede que no necesitaban ningún pretexto: el viernes, Khamenei no vaciló en acusar a Estados Unidos, Israel y otros países de estar detrás de la rebelión. Asimismo, el que los manifestantes hayan pedido el apoyo extranjero llevando carteles en inglés, francés y español parece evidencia suficiente de que a esta altura no les preocupa ser calificados de títeres al servicio del imperialismo extranjero, razón por la que los gobernantes democráticos ya no tienen motivos legítimos para callarse.