Dijo Winston Churchill una vez que "la democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, con excepción de todos los demás". Y en efecto, tanto en la Argentina como en docenas de otros países, la decisión colectiva de conformarse con la democracia confusa e insulsa se debió menos a sus méritos evidentes que al fracaso estrepitoso de esquemas autoritarios. Al acercarse a su fin el siglo pasado, las dictaduras militares latinoamericanas y las comunistas europeas cayeron porque virtualmente nadie las creía en condiciones de gobernar con un mínimo de eficacia. Es probable que al régimen teocrático de Irán le aguarde un destino similar. Como las dictaduras comunistas, ha resultado ser totalmente incapaz de satisfacer las aspiraciones mínimas de una proporción creciente de la gente. Si bien en opinión de quienes se han mantenido al tanto de las vicisitudes de la República Islámica los ayatollah podrán aferrarse al poder por mucho tiempo más, conviene recordar que, días antes del desplome definitivo del imperio soviético, hasta la CIA suponía que lograría sobrevivir a lo que sus expertos tomaban por algunas dificultades pasajeras.

Las dictaduras son inflexibles por principio. Les es muy difícil cambiar de rumbo porque son prisioneras de la ideología que a su entender les da legitimidad. Por lo tanto, suelen reaccionar ante desafíos novedosos redoblando las apuestas, prometiendo más de lo mismo, en un esfuerzo desesperado por modificar la realidad. La dictadura china ha resultado ser una excepción, pero en la Unión Soviética y sus dominios de Europa central, la terquedad así supuesta terminó poniendo en ridículo al comunismo. Aunque los millones de iraníes que están manifestándose en las calles de Teherán, Isfahán, Shiraz y otras ciudades están protestando contra un fraude electoral, no contra la revolución islámica como tal, es inevitable que muchos lleguen a la conclusión de que es inútil intentar distinguir entre lo que acaba de suceder y el régimen que lo reivindicó atribuyéndolo a la voluntad de Alá.

Nunca es fácil calibrar la intensidad de la fe religiosa en una sociedad, sobre todo si se trata de una que durante décadas ha estado gobernada por fanáticos que no vacilan en castigar brutalmente a quienes se desvían del pensamiento único oficial, pero ha sido aleccionadora la experiencia reciente en tal sentido de pueblos hasta hace poco célebres por su religiosidad como el español, el italiano y el irlandés. En los países católicos de Europa occidental, una sobredosis prolongada de piedad politizada dio lugar a una reacción secular que en un lapso muy breve redujo drásticamente el poder y la influencia de la Iglesia. Aunque la mayoría de los españoles, italianos e irlandeses continúa afirmándose católica, no se le ocurriría volver a someterse a la tutela moral o política del clero.

Los integrantes del "Consejo de Guardianes" iraní ya han expresado su preocupación por las consecuencias de la rebelión masiva contra la reelección del presidente Mahmoud Ahmadinejad, según ellos por una mayoría aplastante, y con la viva aprobación del Todopoderoso. Temen que a menos que consigan tranquilizar pronto a las multitudes que día tras día están protestando en las calles, los manifestantes no tardarán en dirigir su ira primero contra la revolución islámica misma y después contra el papel de la religión en la vida de todos.

En tal caso, sería sólo una cuestión de tiempo antes de que los iraníes jóvenes -parecería que el setenta por ciento de la población tiene menos de 30 años- aprovecharan la libertad para comenzar a convertirse a otros credos o a ninguno, emulando de este modo a los europeos. En la diáspora musulmana ya han surgido grupos de apóstatas que recomiendan a sus ex correligionarios abandonar una fe rígida en que la violencia contra los no creyentes siempre ha sido rutinaria: el que se castigue la apostasía con la muerte es un síntoma inconfundible de debilidad, de la conciencia de que si se respetara la libertad religiosa muchos optarían por un culto menos exigente y menos amenazador. La proliferación de organizaciones yihadistas que predican la violencia extrema refleja la falta de confianza en el futuro del islam de quienes entienden muy bien que si todo dependiera de la voluntad de cada uno no habría forma de frenar la secularización.

Los clérigos islamistas no son los únicos que se sienten amenazados por la lucha que ha estallado. Muchos líderes occidentales, entre ellos el presidente norteamericano Barack Obama, apenas han ocultado su esperanza de que la gente deje de protestar para que Ahmadinejad pueda reanudar su presidencia. Para justificar el escaso entusiasmo que sienten ante la posibilidad de que esté por caer un personaje tan peligroso, Obama y los demás pueden señalar que desde su punto de vista el destino del programa nuclear de los ayatollah importa mucho más que el hambre de cambio de millones de iraníes. Se trata de un argumento poderoso, puesto que es imposible prever cómo reaccionarían individuos que se imaginan los instrumentos de Alá frente al próximo hundimiento de su régimen: podrían resignarse a salir pacíficamente, pero también podrían optar por aprovechar sus últimos días en el poder para atacar a la "entidad sionista" cuya presencia en tierras antes gobernadas por musulmanes los obsesiona. Por lo demás, en un intento por hacer de un asunto interno un enfrentamiento entre su revolución y sus enemigos externos, los clérigos iraníes ya se han puesto a acusar al Gran Satán norteamericano de ser responsable de la agitación callejera.

Con todo, aunque puede entenderse la cautela de Obama y algunos mandatarios europeos -el presidente francés Nicolas Sarkozy es el único que se ha animado a condenar sin ambages la conducta de los matones islamistas que están atacando a los manifestantes-, la indiferencia no está exenta de riesgos. En el mundo musulmán hay millones de personas que preferirían la democracia a la dictadura y que están hartas de vivir bajo una tiranía religiosa. Quienes piensan así merecen la plena solidaridad de los que disfrutan de la libertad. En Irán están suplicándole al mundo darles por lo menos su apoyo moral, de ahí la proliferación de carteles escritos en inglés en que se preguntan "¿Dónde está mi voto?". Al negarse a respaldar sus reclamos con convicción, los líderes occidentales están contribuyendo a prolongar la vida de un régimen agotado, frenando así la transformación de Irán y otros países del "Gran Medio Oriente" en democracias pacíficas. Puede que estén aumentando así el peligro de que sea el escenario de una guerra regional horrenda.

JAMES NEILSON